martes, 9 de julio de 2024

Agamenón vengado

Ayer en Mérida asistí a un estreno especial. Vi la primera representación de la tragedia neoclásica Agamenón vengado desde que la escribiera el zafreño Vicente García de la Huerta, en la década de los setenta del siglo XVIII. No se representó en ningún teatro público y quizá, según su autor, pudo hacerse una lectura declamada en alguna casa particular. Ahora, se ha atrevido con este texto la actriz y directora Raquel Bazo y la Escuela de Teatro TAPTC? Teatro, la compañía responsable, con Javier Llanos, de «Agusto en Mérida», el sugerente proyecto de talleres-montajes de alumnos de teatro en diferentes espacios alternativos de la ciudad y en el marco del LXX Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Para mí fue todo un acontecimiento ser testigo de esta rara recuperación de un texto en verso del siglo XVIII, basado en la Electra de Sófocles, pero a través de una fuente más cercana y en prosa como La venganza de Agamenón (1528), de Fernán Pérez de Oliva, que Huerta leyó en el tomo sexto de 1772 del Parnaso Español de López de Sedano. Ese hilo lo ha continuado ahora Raquel Bazo con una versión respetuosa, en términos generales, con lo que escribió García de la Huerta, pero con alguna licencia como la inclusión de un personaje que no está en el original ni en otros testimonios: Coéfora, «amiga y confidente de Electra», que quizá provenga más de Esquilo que de Sófocles, y que —a falta de la lectura de la versión de Bazo, que ojalá me pueda hacer con ella— interpreto como una suerte de coro en homenaje al espíritu más clásico ausente en el texto dieciochesco. Un texto de una «singular originalidad», en palabras que el hispanista americano Russell P. Sebold pronunció en Zafra en noviembre de 1987 en la clausura de un simposio sobre Huerta, recogidas en su trabajo «Connaturalización y creación en el Agamenón vengado de García de la Huerta», que se publicó en la Revista de Estudios Extremeños (t. XLIV, 2) al año siguiente. En cuanto a la fidelidad a la tragedia huertiana de esta versión —que acorta los versos hasta dejar la duración en poco menos de una hora—, me ha llamado la atención que incluso mantenga un gazapo de García de la Huerta.  Cuando hace decir al consejero Cilenio al planear la simulación de la muerte de Orestes en la jornada primera: «cubrid de paños lúgubres funestos / una urna sepulcral proporcionada, / que cargada en los hombros, entrar dentro / podréis, diciendo, que lleváis en ella / del muerto Orestes las cenizas». Y, más adelante, la jornada tercera comienza con el «presente» que traen a Clitemnestra: «El cuerpo embalsamado / de Orestes, de su hijo, / guardado por nosotros con prolijo / esmero en esta caja». El error es de García de la Huerta, pues Pérez de Oliva dispone al principio de su obra «una caja capaz de un cuerpo humano» en la que dirán que irá el de Orestes. Raquel Bazo mantiene el texto de Huerta pero saca a escena una urna o vasija de barro sobre unas andas que no será difícil de sustituir —junto a un retoque de los versos— para enmendar el fallo del dramaturgo. Plausible, en cualquier caso, el trabajo de la adaptadora con una obra que no permite florituras y en la que resuelve airosamente movimientos como la representación de las muertes de Clitemnestra (herida dentro y muerta en escena) y Egisto (herido en escena y muerto dentro), por la ausencia casi total de recursos escenográficos de este montaje. No se pudo sacar más con menos. Como igualmente cabe decir de la interpretación, levantada en algunos casos en poco tiempo para afrontar cambios de última hora, desigual en el elenco —de la solvencia de Clitemnestra a los tropiezos de Fedra—, pundonorosa en el ímpetu, aficionada en la ejecución, y con gestos como el de ese Orestes barbilampiño que, sin reparo y despojado de su traza de héroe trágico y de la liberación de su doble venganza, se mezcló entre el público para decir: «—¡Qué mal lo he pasado!» Placentera e instructiva forma de ver teatro a los pies de un coloso como el Festival de Mérida, que acierta en cuidar estos atractivos añadidos en espacios distintos —muy céntrico el de anoche en la Terraza Augusto del Parador— y en formatos tan esenciales y a la vez tan trascendentes. Un estreno muy especial con tres funciones más hasta el jueves 11.

 

jueves, 4 de julio de 2024

Casa de los Ribera (II)

Hay todavía en la fachada de ese caserón en la ciudad monumental de Cáceres, en el que entraba hace años varias veces a la semana, una placa de metacrilato que lo anuncia como Casa de los Ribera. No hago mucho caso a la vacilación gráfica del apellido —se lee Rivera en fuentes documentales y así aparece en el capítulo sobre el patrimonio arquitectónico del reciente libro sobre los 50 años de la Universidad de Extremadura— y siempre he preferido la be alta o be larga, como dicen en Perú. El «palacio» data de la segunda mitad del XVI, y se restauró en 1980 para ser la sede del Rectorado de la UEX en Cáceres. Las dovelas almohadilladas de la portada me recuerdan siempre por su atractivo la fotografía que hizo Bernardo Pérez para El País a Gilberto Gil cuando le dieron el Premio Extremadura a la Creación en septiembre de 2005, con el cantante y ministro de Cultura brasileño reclinado sobre los sillares de la Casa de los Condes de Adanero. En la de los Ribera estuve durante siete años como director de publicaciones de la Universidad, y entonces fue cuando pensé en utilizarla como título para un libro sobre mi experiencia como editor. Una idea que deseché por pretenciosa y que, pasado el tiempo, podrá convertirse en la segunda parte de El trabajo gustoso. Un cuaderno de clases (Editora Regional de Extremadura, Col. Ensayos, 5, 2002). Al fin y al cabo, en la presentación de aquello ya dije como en broma inconsciente —hace veintidós años— que la continuación sería para cuando me jubilase. Por eso, Casa de los Ribera. Nuevos apuntes de profesor viejo, esbozos de un original que fue creciendo y que puede ser un librito algún día.

miércoles, 3 de julio de 2024

Casa de los Ribera (I)

Izquierda y derecha las del público. En el foro, la pizarra tiene la rara prestancia de quien tuvo y aún retiene, un recuerdo todavía útil de un tiempo que el curso pasado quise fijar con el título que puse a una antología para clase de poetas iberoamericanas: Pizarra —de Julia de Burgos a Cristina Peri Rossi—, como un homenaje a un mueble con voluntad pedagógica. Algunas mañanas molesta el sol lateral y hay que oscurecer el aula siete como una sala de teatro para que pueda verse la pantalla, y así de paso evitar que dé a la altura justa de sus ojos. Para asegurar la ficción teatral todavía hay tarima, y un atril que, al centro y visto desde arriba, a veces me ha parecido una extraña concha de apuntador. No sé si pienso por libre o mi escasa resolución es definitivamente la prueba de una dependencia insuperable; pero me gustaría repetir en clase lo que respondió Fernando Aramburu hace un par de años en un cuestionario de El Cultural: que es un hombre que «ama las humanidades, confía en la educación, reprueba la violencia, colecciona y agradece los pequeños placeres». Otro de los numerosos ejemplos que pueden ilustrar esta dedicación a la inteligencia vicaria, a convertirse en un medio entre los que saben y los que quieren saber; hasta el punto de que dudo tantas veces si hay algo en todo esto que pueda atribuírseme enteramente, y que no deba nada a lo leído. Imposible.