miércoles, 5 de diciembre de 2007

El bebedor de aire

A lo mejor alguien cree que hoy no he dado clase. Creo que me he pasado más de la hora leyendo el capítulo primero de la novela de Galdós que nos ocupa. Durante buena parte de las dos horas seguidas que hoy hemos tenido —con el descanso— he estado leyendo. Espero que haya servido para algo. Creo que sí. Como dice Santos Domínguez hoy en su blog a propósito de un libro de poemas, y del viaje que es su lectura, yo espero que volváis de lecturas y de viajes, como al que nos incita Galdós, siendo distintos.
Me encanta —se me habrá notado hoy— el personaje de Canencia y cómo cuenta la situación Galdós. El año pasado, un alumno, Manuel, cuando terminé de leer esas páginas —ya lo he dicho esta mañana— exclamó espontáneamente: “—¡Qué bueno!”
Un fragmento:

"No se quedó sola la joven en el despacho. En un ángulo de este había una mesa de escribir. Sentado tras ella, con la espalda a la pared, un hombre escribía, fija la vista en el papel, trazando con seguro pulso esos hermosos caracteres redondos y claros de la caligrafía española. La mesa estaba llena de papeles que parecían estados, listas de nombres, cuentas con infinitas baterías de números. Un alto estante repleto de papeles y libros rayados indicaba que aquel buen señor de pluma y suma ayudaba al Director, cuya mesa no distaba mucho, en la difícil administración del Establecimiento. Era el tipo del funcionario antiguo, del ya fenecido covachuelista, conservado allí cual muestra del metódico, rutinario y honradísimo personal de nuestra primitiva burocracia. Era de edad provecta, pequeño, arrugadito, bastante moreno y totalmente afeitado como un cura. Cubría su cabeza con un bonetillo circular, ni muy nuevo ni muy raído, contemporáneo de los manguitos verdes atados a sus codos. Escribía con trazos tan seguros, uniformes y ordenados, que parecía escribientil máquina. Sin alzar los ojos del papel estiraba de rato en rato toda la piel de la boca, mostraba los dientes blancos, finos y claros, y por entre los huecos de ellos sorbía una gran porción de aire. Isidora, harto ocupada de su dolor, no hacía caso del anciano escribiente; pero este no cesaba de echar ojeadas oblicuas a la joven como buscando un motivo de entablar conversación. Siendo al fin más fuerte que su timidez su apetito de charlar, rompió el silencio de esta manera:
«Señorita, ¿se cansa usted de esperar?... Todo sea por Dios. No hay más remedio que conformarse con su santa voluntad».
A Isidora (¿por qué ocultarlo?) le gustó que la llamaran señorita. Pero como su ánimo no estaba para vanidades, fijó toda su atención en las palabras consoladoras que había oído, contestando a ellas con una mirada y un hondísimo suspiro.
«Esta casa -añadió el amanuense dando a conocer mejor su voz melodiosa y dulce, que llegaba al alma- no es una casa de divertimiento; es un asilo triste y fúnebre, señorita. Yo me hago cargo, sí, señorita, me hago cargo de su dolor de usted...».
Y se envasó en el cuerpo, aspirándola por entre los dientes, otra gran cantidad de aire. Jugaba graciosamente con la pluma, y mojándola y sacudiéndola a golpecitos metódicos, prosiguió así:
«Pero no debe esperarse de este pícaro mundo otra cosa que penas, ¡ay!... penas y amarguras. Usted es joven, usted es una niña, y todavía... vamos, todavía no conoce más que las flores que suelen adornar al principio los bordes del camino; pero cuando usted ande más, más...».
Isidora dio otro suspiro. Grandísimo consuelo le infundían las palabras sensatas y filosóficas de aquel bondadoso sujeto, a quien desde entonces tuvo por sacerdote.
«¿Es usted....por casualidad sacerdote? -le preguntó con timidez.
-No, señora -repuso el otro, escribiendo un poco-. Soy seglar. Hace treinta y dos años que trabajo en esta oficina. Pero, volviendo al asunto, el mundo, señorita, es un valle de lágrimas. Váyase usted acostumbrando a esta idea. Afortunadamente hemos nacido y vivimos en el seno de la religión verdadera, y sabemos que hay unmás allá, sabemos que en ese más allá, señorita, nos aguarda el premio de nuestros afanes; sabemos que hemos de volver a ver a los que hemos perdido...».
El anciano se conmovió un poco, Isidora tanto, que volvieron a salir lágrimas de sus ojos. Llevándose a ellos la punta del pañuelo rojo, exclamó:
«¡Mi pobre enfermo!...
-¡Ah!... ¡qué bello es el dolor de una hija! -dijo el bebedor de aire soltando resueltamente la pluma-, ¡cuán meritorio a los ojos de Aquel que todo lo ve, que todo lo pesa, que da a cada uno lo suyo!... Llore usted, llore usted; no seré yo quien trate de combatir su pena con consuelos triviales. Lo único que le diré es que la religión y el tiempo la curarán de este mal: la religión elevando su espíritu y haciéndole ver una segunda vida de premio y descanso donde los que hemos llorado seremos consolados, donde los que tuvimos hambre y sed de justicia seremos hartos; el tiempo, pasando su mano suave, suave, por estas nuestras heridas y cerrándolas poco a poco. Usted es aún muy joven. Puede ser que el Señor le reserve aquí en la tierra algo de lo que, por no tener otra palabra, llamamos felicidades; usted será esposa de algún hombre honrado, madre de familia, dignísima abuela...».
Acababa de liar un cigarrillo, y con mucha finura dijo así:
«¿Le molesta a usted el humo del tabaco?
-¡Oh! no, señor; no, señor.
-Más cómodamente estará usted en el sillón que en ese banco. ¿Por qué no se sienta usted allí?
-No, señor; muchas gracias. Aquí estoy bien»
Isidora estaba encantada. La discreta palabra de aquel buen señor, realzada por un metal de voz muy dulce, su urbanidad sin tacha, un no sé qué de tierno, paternal y simpático que en su semblante había, cautivaban a la dolorida joven, inspirándole tanta admiración como gratitud. El ancianito la miraba como para inundarla, digámoslo así, con las corrientes de bondad que afluían de sus ojos. Había en su mirar tanta compasión, un interés tan puro y cristiano, que la pobre joven se felicitó interiormente de aquella amistad que le deparaba Dios en momentos de aflicción. Pensándolo así y dando gracias a Dios por un socorro moral de tanta valía, se sintió tocada del deseo de confiarse, de abrir un poco su corazón para mostrar sus penas. Era naturalmente expansiva, y las circunstancias la ponían en el caso de serlo más aún que de ordinario.
«¿Conoce usted a mi padre? -preguntó.
-Sí, hija mía, le conozco y me da mucha lástima... Bastante se ha hecho en la casa por aliviar sus penas y combatir sus manías... Pero Dios no ha querido. Contra Él no se puede nada. Consolémonos todos pensando en que la grandiosa armonía del mundo consiste en el cumplimiento de la voluntad soberana».
Esta sentencia afectó a la de Rufete, haciéndole pensar en lo cara que a ella sola le costaba la armonía de todos. Enjugándose otra vez las lágrimas, dijo así:
«¡Y si viera usted qué bueno ha sido siempre!... ¡Cuánto nos quería! No tenía más que un defecto, y es que nunca se contentaba con su suerte, sino que aspiraba a más, a más. Es que el pobrecito tenía talento, se encontraba siempre en último lugar debiendo estar en el primero... ¡Hay en el mundo cada injusticia...! Por eso él no se conformaba nunca, y estaba siempre de mal humor y se enojaba y reñía con mi madre. Como era caballero y sus posibles no le daban para portarse como caballero, padecía lo indecible. Y no es que no trabajase... Iba a la oficina casi todos los días y se pasaba en ella lo menos dos horas. Fue secretario de tres Gobiernos de provincia y no llegó a gobernador por intrigas de los del partido. Mi madre le decía: «¡Ah!, mejor te valdría haber aprendido un oficio que no vivir colgado a los faldones de los ministros, hoy me caigo, hoy me levanto...». ¡Pero quia!; él sabía de oficina más que la Gaceta, y cuando hablaba de las rentas, del presupuesto y de esas cosas de gobernar, todos los que le oían estaban asombrados. Su padre, mi abuelito, había sido también de oficina. El pobre murió de mala manera. ¿Le conoció usted?...
-No, hija mía. Siga usted, que la oigo con mucho interés.
-Fue, en no sé qué tiempo, de la Milicia Nacional, hizo barricadas, hablaba mucho, y para él todos los que gobernaban eran ladrones. Cuando yo era niña jugaba con el morrión de mi abuelo... ¡Qué cosas!... Oiga usted... El que llamo mi padre fue más listo que el que llamo mi abuelo. ¡Oh!, sí, era caballero y tenía talento. En el partido le temían. El mismo lo decía: «Yo tengo que llegar a donde debo llegar, o me volveré loco...» ¡Pobrecito! Cuando estaba cesante se desesperaba. Iba a las sesiones del Congreso y hacía mucho ruido en la tribuna aplaudiendo a la oposición. Salía de Madrid con recados secretos. No hablaba más que de la que se iba a armar, de una cosa tremenda..., ¿me entiende usted?».
El anciano, después de tragarse la mitad de la atmósfera del cuarto, hizo signos afirmativos, arqueando las cejas y sonriendo como hombre conocedor de las debilidades de sus semejantes.
«La última vez que le dejaron cesante, nos vimos tan mal, tan mal, que no se podía esperar a que le colocaran. Yo trabajaba; mi mamá cayó enferma; mi padre entró de corrector de pruebas en una imprenta donde se hacía un periódico grande, muy grande... Trabajaba todas las noches junto a un quinqué de petróleo que le abrasaba la frente. Se tragaba mil discursos, artículos, sueltos, decretos, y cuando llegaba la mañana (porque el trabajo duraba toda la noche) y volvía a casa, no descansaba, no, señor. ¿Qué creerá usted que hacía? Pues ponerse a escribir. Todos los días entraba con una mano de papel y la llenaba de cabo a rabo. ¿Qué creerá usted que escribía?
-Cartas al Soberano, al Santo Padre, a los embajadores y ministros. Por ahí empiezan muchos.
-¡Quia!; no, señor. Escribía decretos, leyes y reales órdenes. Aunque al salir de su cuarto cerraba siempre, yo hallé una noche medios de abrir, y vimos todo. Mi mamá y yo decíamos: «Quizás esté copiando para traernos algo de comer». ¡Qué chasco nos llevamos!; todo se volvía: Artículo primero, tal cosa;artículo segundo, tal cosa. Y luego: Quedo encargado de la ejecución del presente decreto. Hacía preámbulos atestados de disparates. Conforme llenaba pliegos los iba coleccionando con mucho cuidado, y a cada legajo le ponía un letrero diciendo: Deuda Pública, o Clases Pasivas, Aduanas, Banco, Amillaramientos. También ponía en ciertos paquetes rótulos que no entendíamos, porque eran ya locura manifiesta, y decían: Ruinas, o bien Fanatismo, Barbarie, Urbanización de Envidiópolis,Vidrios rotos, Sobornos, Subvención Personal, y así por este estilo. «¡Ay Dios mío! -dijimos mamá y yo-; ya no tenemos marido, ya no tenemos padre. Este hombre está loco». Estuvimos llorando toda la noche.
-Todo sea por Dios -dijo, con emoción el viejo, al ver que Isidora se interrumpía para llorar-. Pero ¿qué es eso, hija mía, comparado con lo que Cristo padeció por nosotros?
-Mi madre murió en aquellos días -prosiguió Isidora, casi completamente ahogada por el llanto-. Aquel día, ¡oh Dios mío, qué día!, mi padre hizo los disparates más atroces; no lloró, no se afectó nada. Cuando mi madre expiró en mis brazos, él dio dos o tres paseos por el cuarto, y mirándome con unos ojos..., ¡Jesús, qué ojos!..., me dijo: «Se le harán los honores de tenienta generala muerta en campaña...». No puedo recordar estas cosas; me muero de pena. Fue preciso encerrarle aquí. Un pariente bastante acomodado que teníamos en el Tomelloso se condolió de mí y ofreció dar la pensión de segunda. Yo me fui a la Mancha con él, y mi hermanito se quedó aquí con una tía de mi madre. Pasado algún tiempo, mi tío el canónigo se olvidó de pagar la pensión. Es el mejor de los hombres; pero tiene unas rarezas...».
Desde la mitad de esta relación, ya tenía Isidora que beberse las lágrimas entre palabra y palabra. El bendito señor que la oía, enternecido de tanta desdicha, levantose de su asiento y dio algunos pasos para vencer su emoción.
«Todo sea por Dios -dijo liando nerviosamente otro cigarrillo-. Noble criatura, su juventud de usted ha sido muy triste; ha nacido usted en un páramo...
-Y todo cuanto he padecido ha sido injusto -añadió ella prontamente, sorbiendo también una regular porción de aire, porque todo es contagioso en este mundo-. No sé si me explicaré bien; quiero decir que a mí no me correspondía compartir las penas y la miseria de Tomás Rufete, porque aunque le llamo mi padre, y a su mujer mi madre, es porque me criaron, y no porque yo sea verdaderamente su hija. Yo soy...».
Se detuvo bruscamente por temor de que su natural franco y expansivo la llevase, sin pensarlo, a una revelación indiscreta. Pero el escribiente, con esa rapacidad de pensamiento que distingue a los hombres perspicaces, se apoderó de la idea apenas indicada, y dijo así:
«Sí, entiendo, entiendo. Usted por su nacimiento pertenece a otra clase más elevada; sólo que circunstancias largas de referir la hicieron descender... ¡Cosas de Nuestro Padre que está en los Cielos! Él sabrá por qué lo hace. Acatemos sus misterios divinos, que al fin y a la postre, siempre son para nuestro bien. Usted, señorita -añadió tras breve pausa, quitándose cortesanamente la gorra-, no ve, no puede ver en el infelicísimo Rufete más que un padre putativo, tal y como el Santo Patriarca San José lo era de Nuestro Señor Jesucristo».
¡De qué manera tan clara relampagueó el orgullo en el semblante de Isidora al oír aquellas palabras! Su rubor leve pasó pronto. Sus labios vacilaron entre la sonrisa de vanidad y la denegación impuesta por las conveniencias.
«Yo no quisiera hablar de eso -dijo tomando un tonillo enfático de calma y dignidad, que no hacía buena concordancia con su ruso-. ¡Respeto tanto al que llamo mi padre, le quiero tanto, nos quiso él tanto a mí y a mi hermanito!..., ¡fuimos tan mimados cuando éramos niños!... Nos hacía el gusto en todo, y como entonces mandaba el partido y él tenía una buena colocación (porque estaba en Propiedades del Estado), vivíamos muy bien. En aquella época Rufete puso nuestra casa con mucho lujo, con un lujo... ¡Dios de mi vida! Como él no tenía más idea que aparentar, aparentar, y ser persona notable...
-Hija mía -dijo el anciano con vivacidad-, una de las enfermedades del alma que más individuos trae a estas casas es la ambición, el afán de engrandecimiento, la envidia que los bajos tienen de los altos, y eso de querer subir atropellando a los que están arriba, no por la escalera del mérito y del trabajo, sino por la escala suelta de la intriga, o de la violencia, como si dijéramos, empujando, empujando...».
No bien hizo el venerable sujeto esta sustanciosa observación, que indicaba tanto juicio como experiencia, marchó con acompasado y no muy lento andar hacia el rincón opuesto del despacho. Reflexionaba Isidora en aquellas sabias palabras, fijos los ojos en las rayas de la estera de cordoncillo; pero su pena y la situación en que estaba la reclamaron, y volvió a suspirar y a asombrarse de que el Director tardase tanto. Cuando alzó los ojos, el anciano pasaba por delante de ella en dirección de la mesa; en seguida pasaba de nuevo en dirección del ángulo. Sin advertir que el buen señor estaba muy agitado, sin duda por hacerse generosamente partícipe de las penas que había oído referir, Isidora se distraía un poco, pues por grande que sea una desdicha y por mucho que embargue y ahogue, hay momentos en que deja libre el espíritu para que dé un par de vueltas o paseos por el campo de la distracción, y se fortifique antes de volver al martirio. Un dilatado aburrimiento, un largo período de antesala, ayudan este fenómeno del alma.
Como en el despacho aquel reinaban el silencio y la calma; como en el pasar y repasar del anciano escribiente había algo de oscilación de péndulo; como, además, del propio interior de Isidora se derivaba una dulce somnolencia que aletargaba su dolor, la joven se entretuvo, pues, un ratito contemplando la habitación. ¡Qué bonito era el mapa de España, todo lleno de rayas divisorias y compartimientos, de columnas de números que subían creciendo, de rengloncitos estadísticos que bajaban achicándose, de círculos y banderolas señalando pueblos, ciudades y villas! En la región azul que representaba el mar, multitud de barquitos precedidos de flechas marcaban las líneas de navegación, y por la gran viñeta de la cabecera menudeaban las locomotoras, los vapores, los faros, y además muelles llenos de fardos, chimeneas de fábricas, ruedas dentadas, globos geográficos, todo presidido por un melenudo y furioso león y una señora con las carnes bastante más descubiertas de lo que la honestidad exige... ¡Qué silencio tan hondo y suave se aposentaba en la sosegada estancia, y cómo se sentía el ambiente puro del campo! Sólo cuando se abría la puerta entraba un eco lejano y horripilante de risas y gritos que no eran como los gritos y risas del mundo. ¡Y cuántos y cuán bonitos libros encerraba el armario de caoba, sobre el cual gallardeaba un busto de yeso! Aquel señor blanco sin niñas en los ojos, con los hombros desnudos como una dama escotada, debía de ser alguno de los muchos sabios que hubo en tiempos remotos, y en él, en el estante de los libros y en el mapa gráfico-estadístico se cifraba toda la sabiduría de los siglos.
En este reconocimiento del lugar empleó Isidora menos de un minuto. De pronto se fijó en el anciano, que seguía pasando por delante de ella con rapidez creciente, y se asombró de ver la agitación de sus manos, el temblor de sus labios y la vivacidad de sus ojos, apariencias muy distintas de aquella su anterior facha bondadosa y simpática. Parándose ante Isidora, exclamó con palabra torpe y muy conmovida:
«Señora, nunca hubiera creído esto en una persona como usted.
-¡Yo! -murmuró Isidora, llena de espanto.
-¡Sí! -dijo el otro alzando la voz-, usted me está insultando; usted me está insultando».
El disparatado juicio, la voz alterada del viejo, su agitación creciente, fueron un rayo de luz para Isidora. Se levantó buscando la puerta; corrió hacia ella despavorida. El terror le daba alas. Entre tanto el anciano gritaba:
«Insultándome, sí, sin respeto a mis canas, a mis sufrimientos de padre... ¡Oh, Señor! Perdónala, perdónala, Señor, porque no sabe lo que se dice».
Isidora salió al pasillo cuando llegaba el Director, que al instante comprendió la causa de su miedo. Sonriendo, la tomó de la mano para obligarla a entrar.
«El pobre Canencia... -dijo-. Cosa rara... Hace tanto tiempo que está tranquilo... Pero es un ángel, es incapaz de hacer el menor daño».
Ambos le miraron. El semblante del anciano no expresaba ira, sino emoción, y dos lágrimas rodaban por sus mejillas.
«También usted me insulta, señor Director -dijo oprimiéndose el pecho, y con la entonación y los ademanes de un cómico mediano-. No puedo más, no puedo más... ¡Adiós, adiós, ingratos!».
Y salió escapado.
«Eso le pasa pronto -indicó el Director a Isidora, que aún no había vuelto de su espanto-. Es un bendito; hace treinta y dos años que está en la casa y pasa largas temporadas, a veces dos y tres años, sin la más ligera perturbación. Sus accesos no son más que lo que usted ha visto. Principia por decir que tiene dos máquinas eléctricas en la cabeza y luego sale con que le insulto. Echa a correr, da unos cuantos paseos por la huerta, y al cabo de un rato está ya sereno. Trabaja bien, me ayuda mucho, y, como usted habrá visto si le ha oído, es de encargo para dar consejos. Parece un santo y un filósofo. Yo le quiero al pobre Canencia. Vino por cuestiones y pleitos con sus hijos... Historia larga y triste que no es de este lugar. Vamos a la de usted, que tampoco es alegre, y hoy menos que nunca».
El Director dio un gran suspiro, expresión oficial de sus sentimientos compasivos, e Isidora quedose fría, aguardando terribles noticias. ¡Cómo miraba al buen señor, deletreando en su cara, y qué bien le decía esta que no esperara nada bueno!" […]

miércoles, 21 de noviembre de 2007

La desheredada

Debería ponerse a la entrada de los colegios, de los institutos y de los ministerios. La escribió Galdós en enero de 1881, y fue la dedicatoria para su novela La desheredada, que vamos a empezar a leer en clase:

“Saliendo a relucir aquí, sin saber cómo ni por qué, algunas dolencias sociales, nacidas de la falta de nutrición y del poco uso que se viene haciendo de los benéficos reconstituyentes llamados Aritmética, Lógica, Moral y Sentido Común, convendría dedicar estas páginas... ¿a quién?, ¿al infeliz paciente, a los curanderos y droguistas que, llamándose filósofos y políticos, le recetan uno y otro día?... No; las dedico a los que son o deben ser verdaderos médicos: a los maestros de escuela.”

Hoy hemos dedicado las horas a introducir la novela hablando del Naturalismo. Me gusta mucho hablar de esta manera de plantearse la realidad como materia novelable.

martes, 20 de noviembre de 2007

Visita

La de dos cercanos escritores que no sé si se nota que están entre nosotros. Ya estuvieron, y no sé si se notó que estuvieron con nosotros, Dulce Chacón y Diego Doncel, Julián Rodríguez y José Muñoz Millanes, Ada Salas y María Rosa Vicente, Alonso Guerrero y Juan Margallo, Eugenio Fuentes y Pilar Galán, Santos Domínguez y María José Flores. El jueves próximo, en el aula 30: literatura.

La novela popular del XIX

Vamos a empezar hoy con un breve análisis de la novela popular del XIX y sus formas. Pongo aquí una primera referencia bibliográfica para la introducción: el número que dedicó la revista Ínsula (núm. 693, de septiembre de 2004) a El folletín: un género marginal en las letras españolas del siglo XIX.
Puede verse el sumario aquí. Hoy, especialmente, nos interesan los datos y valoraciones que aporta el trabajo de Sylvie Baulo, "La novela por entregas a mediados del siglo XIX: ¿literatura al margen o del centro?" (págs. 8-11).

jueves, 15 de noviembre de 2007

El señor de Bembibre


Ayer mostré en clase este libro de Michael P. Iarocci, Enrique Gil y la genealogía de la lírica moderna. En torno a la poesía y prosa de Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), Newark, Delaware, Juan de la Cuesta, 1999. Terminábamos, ya, prácticamente —y desgraciadamente, pues seguiría varias semanas más— la lectura de El señor de Bembibre. En el libro de Iarocci hay comentarios con enjundia sobre algunos de los aspectos que de la novela hemos tratado en clase. Me alegra poder utilizarlo como complemento, en lo que tiene de análisis del lirismo de Gil, para cerrar esta propuesta de lectura de una novela sublime, tan autorreferencial —y que conste que no me gusta la palabra. Sentí ayer cierta emoción leyendo algunos fragmentos de esta obra. Ojalá se haya notado.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Gustavo Adolfo Bécquer


Hoy, en clase, una pregunta de J. sobre cómo reproducir, para leerla sobre papel, la "Introducción sinfónica" que Bécquer puso como delantal del Libro de los gorriones, cuya portada pongo aquí, me ha llevado nuevamente a la "Biblioteca de Autor" de Gustavo Adolfo en la Virtual Cervantes. Y he comprobado las extrañas limitaciones que presenta este espacio dedicado al poeta en la extraordinaria Biblioteca Virtual.
No me desagrada, al contrario, que Bécquer sea considerado un poeta moderno y ejemplar, como Luis Cernuda, o actual a la vez que clásico como Juan Antonio González Iglesias; pero que lo sea tanto como para que sus textos no estén a la libre disposición del lector, como mandan los 'cánones' aplicables a los autores antiguos de esta biblioteca virtual, ya es para preocuparse. Más, cuando lo que se encuentra el lector que quiera tener en pantalla textos tan sugerentes como "La mujer de piedra" es un 'pedefe' con la reproducción de las primeras páginas de las Obras completas del autor en la edición de Biblioteca Castro. Sólo las primeras páginas, cubierta incluida. Es extraño esto. O no.

lunes, 15 de octubre de 2007

Un inciso

A veces, en clase, nos salimos del asunto central que nos ocupa. Sin embargo, seguimos hablando de literatura. Hoy no, lo siento. Acabo de enterarme de que Juan José Millás se ha presentado al Premio Planeta. Y se lo han dado. El segundo premio ha sido para Boris Izaguirre. Lo curioso es que todas las noticias aportan, casi sin excepción, la cuantía en euros de eso.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Don Álvaro


Estamos con la espléndida pieza de Rivas en clase. Sigo incorporando nuevas referencias bibliográficas sobre esta obra que programo cada año. Hay un artículo de Antonio Hermosa en la revista Araucaria, que dirige, y que puede leerse a texto completo desde el ordenador. Se titula "Las tragedias del amor (Amor, honor y sociedad en Don Álvaro o la fuerza del sino)."

martes, 9 de octubre de 2007

Larra


La referencia es del viernes 13 de febrero de 1987. El diario El País dedicó un "Extra" a Larra con motivo de los 150 años de su muerte en el que publicaron textos Juan Marichal, Fernando Savater, Francisco Umbral, Francisco Nieva, Lourdes Ortiz, Luis Carandell, Raquel Asún, Carlos Seco Serrano, Rafael Argullol, Andrés Fernández-Rubio, Josep Fontana, Eduardo Haro Tecglen, Luis Marañón, Doris Ruiz Otín y Luis Goytisolo.
Nos interesa el texto de éste, de Luis Goytisolo, titulado "El mal novelista de El doncel". Tras la lectura y análisis de la novela, podemos tratar la opinión del autor de Antagonía sobre la singular obra de 'Fígaro'. Abro los comentarios para cuando sea.

miércoles, 3 de octubre de 2007

La novela romántica

Tanto El doncel de don Enrique el Doliente (1834), de Larra, como El señor de Bembibre (1844), de Gil y Carrasco, están tratados en este libro, que habla, además, de la novela Sancho Saldaña (1834), de Espronceda —el próximo año es el centenario de su nacimiento y tendrá que notarse en esta su tierra de acogida natal—, de la de Patricio de la Escosura, Ni Rey ni Roque (1835), o de la de la Avellaneda, Sab (1841).
El libro del profesor Russell P. Sebold, cuya autoridad tanto hemos tratado en clase —estuvo en esta Facultad hace unos años, formidable—, nos abre texto y contexto de la novela romántica en esa década prodigiosa desde 1834 a 1844.
Es, pues, una primera referencia de una bibliografía extensa que tenemos que tener a la mano. Por si hay necesidad.

La perspectiva

Primer día de clase con Tercero. Literatura Española III (Siglos XIX y XX). Hemos hablado en clase —un poquito— de ello. De la escasa perspectiva que tenemos de una porción del siglo anterior—la más cercana, la del final del programa de la asignatura. Y desde luego, porque nuestra última lectura para este año es la antología preparada por José Enrique Martínez de la poesía española desde 1975 a 1995, la publicada en la colección Castalia Didáctica. Escasa perspectiva, y bienvenida sea. De los treinta y cuatro de la antología de José Enrique Martínez, han estado en Cáceres leyendo poemas: Miguel D’Ors, Eloy Sánchez Rosillo, Luis Alberto de Cuenca, Ana Rossetti, Abelardo Linares, Juan Manuel Bonet, Andrés Trapiello, Julio Llamazares, Juan Carlos Mestre, Luis García Montero, Álvaro Valverde, Felipe Benítez Reyes, Diego Doncel, Carlos Marzal (14 poetas). Además, en Badajoz, han estado Andrés Sánchez Robayna, Olvido García Valdés —que vendrá a Cáceres en febrero de 2008—, Vicente Gallego, Jon Juaristi (4 poetas).
No deja de ser un aliciente para empezar un curso que parte del 22 de marzo de 1835 —estreno del Don Álvaro o la fuerza del sino— y que podrá cerrarse con un trabajo sobre un poema reciente de Ada Salas, amiga de esta Facultad. Quién sabe.

martes, 2 de octubre de 2007

En el principio del curso

Le robo parte del título de su nuevo libro a mi amigo Russell P. Sebold para contar que ayer, primer día de clases —no las tengo los lunes—, me llevé al aula esta su obra recién publicada, En el principio del movimiento realista. Credo y novelística de Ayguals de Izco (Madrid, Ediciones Cátedra, 2007). No tuve necesidad de mostrarla, enfrascado principalmente en la explicación de los objetivos y de los contenidos de la asignatura, Literatura Española del Siglo XIX, con la concreción de todos sabida sobre Novela Española del Siglo XIX, precisamente. Pero sabía que podía ser el primer acontecimiento bibliográfico de este curso que ahora iniciamos.
Lo será en estos días y, seguro, más, cuando hablemos de algunas formas populares de difusión de la novela decimonónica y de estas actitudes realistas en lo narrativo que el profesor Sebold se empeña en mostrar con razón, contra los lugares comunes de la historiografía literaria. La verdad es que es un placer comenzar un curso sobre novela decimonónica con una novedad literaria tan combativa y juvenil como la de este ensayista egregio y casi octogenario. Y, si no, y sólo por abrir boca, que se lean algunas líneas del ‘Prefacio’, en el que la sorna del profesor protesta por la reducción de un siglo a los últimos treinta años, desde 1870; habla de los especialistas del siglo XIX que pululan por los congresos, seminarios y otras reuniones, y a quienes llama treintañeros; y carga contra personalidades como don Marcelino Menéndez Pelayo o José F. Montesinos, cuya Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX es calificada como “volumen absolutamente contraproducente para quienes quieran comprender la formación del género que aparentemente se estudia en él.” (pág. 14).
No me digan que esto no es un acicate sublime para aprender literatura del siglo XIX, el ‘completo’, no el de los treinta años. Y para que se lancen contra él muchos colegas.
Y a todo esto, el libro es una excelente propuesta de análisis de la obra de Wenceslao Ayguals de Izco (1801-1873), principalmente de sus novelas María, la hija de un jornalero (1845-1846) y La marquesa de Bellaflor (1846-1847), que no están editadas modernamente. Ni siquiera el autor figura en el catálogo de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Sin embargo, no es ningún desconocido, ni un autor menor; no es una rareza. El libro de Sebold pone sobre la mesa una necesidad que a estas alturas puede resultar sonrojante.
La propuesta con el libro de Sebold consistirá en rastrear constituyentes del realismo decimonónico en variantes genéricas anteriores a 1870, por tomar la fecha que sirve al autor como punto de partida de su refutación.

jueves, 12 de julio de 2007

Pruebas

Espacio en construcción, prueba para una herramienta docente. Para mis clases, a partir del próximo curso.
Creo que voy a necesitar consejos técnicos.