miércoles, 5 de octubre de 2022

David Huerta

Me sorprendió ayer la noticia de la muerte del poeta mexicano David Huerta (1949) mientras escribía unos apuntes sobre un libro de teatro sostenido sobre un volumen que lleva en mi escritorio más de un mes y que comencé a leer por el final, por el «Discurso de aceptación del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances» que pronunció el poeta —sí, David Huerta— en Guadalajara (México) en noviembre de 2019. Gracias a Jordi Doce, editor de su poesía en la espléndida antología (1972-2020) El desprendimiento (Galaxia Gutenberg, 2021)— el volumen—, estaba leyendo poemas de libros tan ignotos como El jardín de la luz (1972) o Cuaderno de noviembre (1976). Luminosas palabras las de Jordi Doce en su «Hay una llama viva» como introducción a una obra plural y diversa, sorprendente por lo que depara de poema en poema. Sobre ese volumen con sus versos reposaba hace nada mi brazo sin saber que David Huerta había muerto. Tampoco, cuando escuchaba en la mañana de ayer un responso dedicado al familiar de un amigo que el sacerdote llenó de unas metáforas que nos conturban siempre, a pesar de que estamos acostumbrados a leer la muerte en los poetas, y no en los predicadores: «El problema de un muerto / es su lugar en el pasado. […] Al muerto le preocupa ese lugar / que sólo podemos reconocer / en el momento en que la brisa murmurante / le da vuelta a la página o en el gesto / de los perros amarillos de la ciudad; / esos perros que buscan su lugar, sin encontrar / más que mendrugos de vida, instantes / de distracción y ojos abiertos, / minutos esmaltados / por una piedad irreflexiva». De Canciones de la vida común (México, K Editores, 2018), y los versos del poema de mismo título que en esta soberbia antología están en las páginas 301 y 302, y que continúa hasta «Fantasmas en los árboles» (pág. 303). 

martes, 4 de octubre de 2022

Trilcien

«Trilce se empezó a escribir en 1918; la mayor parte del libro fue escrita en 1919 y los últimos dos poemas en 1922. La edición príncipe, impresa en los Talleres de la Penitenciaría de Lima, fue de 200 ejemplares y empezó a circular en octubre de 1922. Constaba de 121 páginas de texto y XVI de prólogo, escrito por Antenor Orrego. Llevaba en la portada un retrato a lápiz de Vallejo debido a Víctor Morey. El precio fue de tres soles. La edición, de autor, le costó a Vallejo 150 soles». Transcribo estas palabras de la «Nota sobre esta edición» de Julio Ortega en la de Letras Hispánicas de Ediciones Cátedra, que es una de las que utilizo por mayor estimación en mis clases, el espacio en el que he podido comprobar que la poesía difícil llega a jóvenes que comprenden la dimensión de un poeta tan grande. Es posible que algunas de mis alumnas simulen y me digan lo que quiero escuchar cuando les pregunto y me responden que el hermetismo de Vallejo en Trilce es deslumbrante. Creo que no, que algo con garra les ha llegado. Salvando las distancias, hace poco me saludó una alumna del pasado curso y me dijo que había releído en verano una de las obras de la asignatura de la que ya se examinó y aprobó con buena nota. Era del siglo XVIII; lo que también resulta deslumbrante. Si mis alumnas se esfuerzan con los versos del de Santiago de Chuco para ganarme, yo estoy contento.  Igual que cuando leo a alguien importante que habla de Trilce y de Vallejo. Uno siempre encuentra ecos en los medios de lo que íntimamente le interesa. No hace mucho, Sergio Ramírez en un artículo en El País escribió cosas tan ciertas como que César Vallejo fue un «adelantado que descoyuntaba las palabras, trastocaba la sintaxis, creaba neologismos, convertía los verbos en sustantivos, despellejaba el lenguaje hasta dejarlo en carne viva, porque su propósito no era espantar a los incautos con novedades provocadoras, un simple juego pirotécnico donde lo que importara fuera el artificio, sino calcar sus amargas experiencias de vida, la soledad y el sufrimiento. Un espejo oscuro en el que cada uno llegara a encontrar su propia claridad, y con el que revelaba la pesadumbre de la intimidad: la muerte reciente de su madre; una pena amorosa que pareciera de letra de bolero, porque su amada se alejaba de él, enferma de tuberculosis; la injusticia de la cárcel que no hacía sino revelar la injusticia social de un país estructuralmente injusto». Cien años y muchas maneras de acercarse a la lectura de un libro así. Tan incierto al salir hace un siglo y tan imponente hoy. «Si lloviera esta noche, retiraríame / de aquí a mil años. / Mejor a cien no más. / Como si nada hubiese ocurrido, haría / la cuenta de que vengo todavía» (XXXIII).

domingo, 3 de abril de 2022

viernes, 25 de marzo de 2022

El porrazo del consonante

Suelo repetir, al analizar textos poéticos con mis estudiantes, una idea que le escuché en clase a Juan Manuel Rozas hace muchos años y que él puso por escrito en un excelente artículo sobre un poema de Bécquer: cómo la asonancia del texto favorece una sugerencia de vuelo o fuga que no se lograría con las ligaduras sonoras de la rima consonante. La rima consonante ata más que la asonante, repito en clase. Y no digamos ya en relación con el verso blanco o suelto. Estoy leyendo sobre asonancias por ver si saco adelante un articulino sobre un texto del siglo XVIII. No hace mucho que leí un extraordinario trabajo de Rodrigo Olay Valdés: El endecasílabo blanco: la apuesta por la renovación poética de G. M. de Jovellanos (Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII, 2020), y ando —sigo— sensible en asuntos de métrica. Lo mejor que he visto ha sido gracias al primer Discurso sobre las tragedias españolas (1750) de Montiano y Luyando, que para justificar el verso suelto con el que escribió su tragedia Virginia, dijo que bien sabía él que lo que gusta siempre es la consonancia, por lo que «ata». Y empleó este verbo. Y lo mejor lo he buscado en donde Montiano me dijo, en la dedicatoria de la traducción de la Aminta de Tasso que hizo Juan de Jáuregui (Roma, Esteban Paulino, 1607) mayoritariamente en versos blancos: «Bien creo que algunos se agradarán poco de los versos libres y desiguales; y sé que hay orejas que, si no sienten a ciertas distancias el porrazo del consonante, pierden la paciencia y queda el lector con desabrido paladar, como si en aquello consistiere la sustancia de la poesía». Qué hallazgo lo del «porrazo del consonante» fechado el 15 de julio de 1607, que tan bien vendría a los que no ven la sustancia poética en versos como «¿Y si nos vamos anticipando /de sonrisa en sonrisa / hasta la última esperanza?», de Alejandra Pizarnik, del principio de un poema que se titula «Mucho más allá». Bueno todo. 

viernes, 18 de marzo de 2022

El peso de la ausencia

La última vez que escribí sobre El peso de la ausencia de Antonio Gómez fue para el homenaje a Víctor Infantes, que publicó Visor en una espléndida edición cuidada por Ana Martínez Pereira: El arte de la memoria. Homenaje a Víctor Infantes. Ed. de Ana Martínez Pereira (Madrid, Visor Libros, 2020, 434 págs.). La obra de Antonio Gómez mueve a pensar en los libros no leídos; pero el otro día me la traje también a los libros perdidos. Quizá porque estaba terminando de leer Micronesia. Fractales sobre literatura (1997-2021). Valladolid, Ediciones Universidad de Valladolid (Colección Fractales, 2), 2021, de Vicente Luis Mora, que en la primera parte alude a los textos huecos que dicen por lo que esconden, por lo que no dicen. Ese vacío, que recomiendo llenar con la lectura de Micronesia, es parangonable al vacío real y no metafórico de los libros perdidos (pág. 19). Creo que todo surgió después de una clase; y quizá estas líneas sean una manera de intentar explicarme no sé qué. Fue a propósito de unos versos del poeta Nicasio Álvarez de Cienfuegos —el de «Mi paseo solitario de primavera». Insistí en lo verdadero que yo considero que había en la poesía que escribió, en la alma sinceridad de su sentimentalismo poético. Por atraer a la lectura, propuse ponernos en su lugar cuando escribió algunos versos, precisamente aquellos de los que podría deducirse que sufría cuando los escribió. Me ha ocurrido con él y con Meléndez Valdés, de quien he recordado cómo relató la experiencia de perder casi todos sus papeles y libros al tener que exiliarse. Lo copio aquí una vez que he vuelto con un reducido grupo de mis estudiantes de Tercero de Filología Hispánica de la excursión a Ribera del Fresno, patria chica del poeta y magistrado, después de visitar la Casa-Museo creada como espacio de interpretación y de documentación sobre esta eminente figura de la época ilustrada. El 13 de marzo de 2020 tuvimos que cancelar la visita por lo que nos cayó encima, y hoy ha sido la revancha por goleada. Lo han pasado bien Sara, Adriana, Sergio, Nuria, María P., María S. y Carla. No tanto el Meléndez Valdés que dejó escrito en Nîmes en octubre de 1815, dos años antes de morir, algo que verdaderamente sigue estremeciéndome, y que llegó a publicarse en la edición póstuma de sus poemas de 1820: «con dolor, tan deshecha y horrible tempestad, después de haberme aniquilado con el robo y la llama cuanto tenía, y la biblioteca más escogida y varia que vi hasta ahora en ningún particular, en cuya formación había gastado gran parte de mi patrimonio y toda mi vida literaria, también acabó con las copias en limpio de mis mejores poesías en el género sublime y filosófico, un poema didáctico, El magistrado, una traducción muy adelantada de la Eneida, y otros trabajos en prosa sobre la legislación, la economía civil, las leyes criminales, cárceles, mendiguez y casas de misericordia, que trataba de imprimir, y me hubieran sido de más honor, y al público de más provecho, que los versos y cantos de esta colección. Los frutos de diez y más años de aplicación constante en mi retiro, de vigilias continuas, y la meditación más grave y detenida, todo despareció y ha perecido para siempre, sin la esperanza aun más remota de poderlo ni descubrir ni recobrar. Mis libros, mis reflexiones y trabajos me han enseñado a llevar mis desgracias con un ánimo igual, sin abatirme ni desmayar en ellas; y si la lectura y el estudio no me pagasen hoy con este dulce premio, de nada ciertamente hubieran conducido a mi felicidad y mi aprovechamiento». Cuesta imaginar algo así.



jueves, 17 de marzo de 2022

Casa de Meléndez Valdés 2022

 Aquello no pudo ser. La visita la programamos para el 13 de marzo de 2020, y no pudo ser. Al día siguiente quedamos confinados. Mañana intentaremos ir a Ribera del Fresno y estar más cerca de lo que hemos leído estas semanas pasadas en clase.