sábado, 28 de diciembre de 2024

Una aparente inocentada

Tomo notas para escribir algo sobre la reciente edición crítica del Lazarillo de Tormes de Luisa López Grigera (Madrid, Arco/Libros-La Muralla, 2024), y me he acordado de cuando se hizo público el hallazgo de la conocida como Biblioteca de Barcarrota, además de la adquisición por la Junta de Extremadura de aquel tesoro de libros y el compromiso del gobierno regional de velar por su conservación y fomentar su difusión e investigación. Se hizo en una rueda de prensa celebrada en la sede de la presidencia de la Junta la mañana del miércoles 27 de diciembre de 1995, en la que participó Toni Saavedra, propietaria de la casa donde se encontró el alijo, junto a Juan Carlos Rodríguez Ibarra y el consejero de Cultura y Patrimonio Francisco Muñoz Ramírez. Al finalizar el acto, que hubo que agendar con ciertas prisas y con las dificultades de las fechas navideñas, alguien reparó en que la noticia se publicaría el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, por lo que titulares de periódicos nacionales como «Descubren la que podría ser segunda edición de ‘El Lazarillo de Tormes’» (El País, 28-12-1995, pág. 31) o «Encontrado un Lazarillo de Tormes de 1554» (Diario 16, 28-12-1995, pág. 26) podrían ser leídos con la prevención del día. ¿Un ejemplar desconocido del Lazarillo hallado emparedado junto a nueve impresos más y un manuscrito del siglo XVI en una vivienda de Barcarrota (Badajoz)? A alguno pudo parecer aquello una inocentada que, por fortuna, resultó ser una noticia tan verdadera como feliz. 

domingo, 1 de diciembre de 2024

Luces de bohemia

Que unos actores digan subidos al escenario las palabras que uno ha estudiado y subrayado por ser geniales sigue pareciéndome una experiencia sobrecogedora, y siempre pienso en ello como una reafirmación de lo que significa el teatro. Tomando la idea de Lorca, cómo las palabras se levantan del libro y se hacen humanas. Si esas palabras son de Luces de bohemia («Soy poeta y tengo el derecho al alfabeto») parece que todo se realza y cobra una dimensión única. Creo que muchos de los que el pasado viernes 22 de noviembre estábamos en el Teatro Español de Madrid sentimos lo mismo. Lleno absoluto, con un buen número de bachilleres motivados para ver una obra de lectura obligatoria, un «clásico reciente de nuestro repertorio escénico», como escribe en el programa de mano Eduardo Vasco, autor de la versión y director del montaje, convencido de que el reencuentro con un texto que remueve tanto nos permitará pensar en nuestro propio tiempo. Ojalá. Me alegro de que este experto en nuestro teatro clásico no se haya empeñado en buscar soluciones a ciertos rasgos de la expresión esperpéntica contenida en las didascalias del teatro de Valle-Inclán. Pienso, por ejemplo, en el ratón que saca el hocico intrigante por un agujero en la cueva-librería de Zaratustra en la primera acotación de la segunda escena. Se ha limitado, que no es poco, a leer sabiamente al inmortal Valle interpretando la matemática del espejo cóncavo o deformación sistemática y la perspectiva «levantado en el aire» sin traducirlas en distorsiones de algunos de los ricos elementos sígnicos del teatro. Todo lo más, la sutil apertura a la italiana del telón de alguna escena, como la primera, que potencia la representación de una celdilla de la colmena de «un Madrid absurdo, brillante y hambriento»; la portentosa entrada en la escena cuarta del Capitán Pitito con su trote épico sobre un enorme caballo de cartón; o la solución tan expresiva y tan estéticamente concorde con la intención de Valle de la breve escena grupal de la madre con su niño muerto y la pértiga de títeres. Por poner solo algunos ejemplos en los que se constata el extraordinario manejo de recursos que confluyen en este soberbio espectáculo, desde las imágenes proyectadas que refuerzan la ambientación de un espacio, la música en directo —de Eduardo Vasco y ejecutada por Iván López-Ortega (piano), Luis Espacio (guitarra) y José Ramón Arredondo (contrabajo y guitarra), que asumen también otros papeles—, o la estudiada iluminación, hasta una escenografía que puede sugerir la variedad y precisión realista de escena de costumbres de la taberna de Pica Lagartos y también la redacción de El Popular con una enorme plana de periódico que extravaga. Todo, en términos generales, sin separarse de un texto que el público conoce y del que no hay que alterar casi nada para su comprensión, que subraya su mordiente social, político y literario, y que incluso propone su momento de hilaridad para un público de hoy al que le basta que don Filiberto diga de Alfonso XIII —el primer humorista de España en la escena VII— que tiene «la viveza madrileña borbónica». Otra de las excepcionalidades de este Luces de bohemia es el elenco de veinticinco actores, toda una rareza en unos tiempos en los que los costes de un montaje se acortan empezando por el reparto, que en muchos casos puede condicionar la elección de la obra. La interpretación de los personajes principales, Ginés García Millán como Max Estrella y Antonio Molero como Latino de Hispalis, es magnífica, de principio a fin; pero el director ha sabido contar con un grupo en el que la presencia secundaria de algunas figuras adquiere una relevancia admirable por el buen hacer de actores como César Camino (Don Filiberto y Borracho), María Isasi (La Pisabien), Jesús Barranco (Don Gay y Sepulterero), y, por supuesto, de manera también destacada, el Rubén Darío de Ernesto Arias. Como ya ocurrió con alguna lectura contemporánea del genial Valle —el memorable Tirano Banderas de Lluís Pasqual de 1992—, este espléndido montaje del Teatro Español dirigido por Eduardo Vasco será un hito en la sustanciosa historia de la recreación escénica moderna del esperpento.

viernes, 11 de octubre de 2024

Los recuerdos del porvenir

Estímulos para venir aquí me sobraban desde que se confirmó mi contrato para dar clases durante seis semanas; y uno de los más sugerentes era mi propósito de trabajar en el curso con un texto como Los recuerdos del porvenir (1963), la novela de Elena Garro (1916-1998). Estaba a finales de agosto con notas más definitivas ya para estas clases cuando me alegré al ver que Ediciones Cátedra anunciaba en su catálogo que en los primeros días de septiembre estaría disponible una nueva edición de la novela en la colección Letras Hispánicas. Me apresuré a reservar mi ejemplar en la librería, lo recibí recién salido y leí con ganas esta oportuna y necesaria edición de un clásico contemporáneo, «una de las novelas más originales y mejor escritas de toda la tradición literaria latinoamericana del siglo XX» (pág. 467), en palabras de quienes se han encargado de su estudio: Elena Garro, Los recuerdos del porvenir. Edición de Ángel Esteban y Yannelys Aparicio. Madrid, Ediciones Cátedra (Letras Hispánicas, 909), 2024. Leí con entusiasmo una cumplida «Introducción» de cien páginas, y, además, de nuevo, el texto de la novela generosamente anotado con ciento veintinueve notas entre las que destacan, por encima de las meras aclaraciones de carácter léxico, referencias geográficas o históricas, aquellas que comentan un pasaje del relato, una simbología o una imagen, por ejemplo, en la sugerencia del silencio con el que se abre la segunda parte de la obra y con el que se vela el espacio clave de la casa de los Moncada (pág. 400). Se indica también («Esta edición»), muy someramente, que se sigue el texto por la edición de Alfaguara de 2019, sin más, por ser «la última realizada hasta la fecha» (pág. 113), y se añade una extensa bibliografía de las obras de Garro y de los estudios publicados hasta —si no me equivoco— 2022, fecha de publicación de un artículo sobre la Guerra Cristera en la obra de Elena Garro (pág. 125), aunque se advierte que la última consulta de los hipervínculos que figuran en la relación bibliográfica fue del 6 de junio de 2024. En conjunto, es toda una aportación a un texto que no había sido editado en España de este modo, con este tratamiento de clásico contemporáneo, de «una escritora que debería proponerse al lado de los hombres del boom como una autora que contribuyó tanto como ellos a la calidad del discurso literario latinoamericano del momento» (pág. 56). Voy a tener ocasión de destacar en clase y someter a la opinión de mis estudiantes la lectura crítica de los editores, en algunos casos expuesta de manera más demorada en las notas que en el texto introductorio, sobre todo, en la segunda parte de las dos en que se divide la novela; pero no me resisto ahora a preguntarme por qué no se ha revisado bien lo que se ha dado a la imprenta y así haber evitado erratas u omisiones que llaman la atención. Erratas evidentes son «Joaquín Díaz Canedo», por «Díez» (pág. 49), y «1868» por «1968» (pág. 57), entre otras. Una omisión importante es la de la poesía de Garro, publicada por la Universidad Autónoma de Nuevo León de México, y también en Extremadura bajo el título de Cristales de tiempo, en edición con estudio preliminar y notas de Patricia Rosas Lopátegui (Galisteo. Cáceres, Rosas Lopategui Publishing y La Moderna, 2016), estudiosa y albacea literaria de Elena Garro. Y una omisión por errata es la que supongo del trabajo de Cecilia Eudave, «La memoria como escenario de la tragedia mexicana en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro» (Romance Notes, 57.1, 2017, págs. 15-24), a la que se remite en varias ocasiones en la introducción, pero que ha quedado sin mención en la «Bibliografía». No he localizado ninguna alusión a la película Los recuerdos del porvenir, de Arturo Ripstein, de 1968, que es, sin duda, un eco notorio y cercano a la publicación de la novela. No son reparos discrepantes; más bien, marcas de extrañeza en un trabajo ambicioso y muy necesario para seguir reivindicando una obra que siempre ha merecido una atención crítica mayor en el conjunto de los estudios sobre la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, tan marcada por un redundante boom, redundantemente masculino.

martes, 8 de octubre de 2024

I fiumi profondi

Suelo comenzar mis clases sobre Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas repitiendo las palabras del poeta y crítico peruano Ricardo González Vigil: «Los ríos profundos es una de las novelas más admirables de la literatura latinoamericana». Precisamente, esta semana empezaremos en clase, aquí en Perugia, con esa obra; pero no voy a hablar de eso. Quiero recordar una de las mejores experiencias académicas que tuve el curso pasado, cuando visitó la Facultad, allí, en Cáceres, el historiador de la literatura Alejandro Pérez Vidal, que habló a nuestras alumnas y nuestros alumnos de «Entre las infamias históricas y las glorias literarias. Breve recorrido por la vida y la obra de Bartolomé José Gallardo (Campanario 1776-Alcoy 1852)». Se celebró el jueves 4 de abril de este año, y fue una satisfacción escucharlo, así como que el salón de actos de la Facultad estuviese lleno, con el consabido público universitario, pero también con una buena representación de paisanos de don Bartolomé, que se desplazaron desde Campanario para asistir a la conferencia. Alejandro Pérez Vidal llegó a Cáceres acompañado por su mujer, Dorotea, y por un amigo y antiguo compañero en la Universidad de Gerona, Giovanni Albertocchi, que se jubiló allí como profesor de literatura italiana. Fue un placer pasar con ellos un par de días en Cáceres y en Malpartida de Cáceres, en donde conocieron el Museo Vostell. Paseando por su entorno, conversé con Giovanni Albertocchi sobre una de sus especialidades —ha escrito también sobre Leopardi, Italo Svevo o Claudio Magris—, Alessandro Manzoni, uno de los autores tratados en el estudio del que me habló: Adelante, Pedro, con juicio. Aproximaciones cordiales a la literatura italiana de los siglos XIX y XX (Ediciones Barataria, 2012). El encuentro fue gratísimo y provechoso —uno siempre aprende de los que saben—, y lo he asociado desde entonces a Bartolomé José Gallardo y a su estudioso Alejandro Pérez Vidal, con quienes tengo tratos en proyectos en marcha. Pues bien, el día de mi santo, el pasado 29 de septiembre, en el mercadillo (mercatino antiquariato e usato) que se instala en Piazza Italia los sábados y domingos últimos del mes, encontré en un puesto de libros esta traducción italiana de la novela de Arguedas: I fiumi profondi, en Einaudi. Fascinado por la casualidad de encontrar en Perugia la novela de la que iba a hablar en mis clases, pregunté el precio, pagué cinco euros y me llevé el ejemplar, algo fatigado, sobre todo en los cantos, por una presumiblemente larga exposición a las inclemencias del tenderete. Pero la sorpresa fue mayor cuando llegué a casa, abrí el libro, y anoté todos sus datos: José María Arguedas, I fiumi profondi. Traduzione di Umberto Bonetti. A cura di Giovanni Albertocchi. Torino, Giulio Einaudi editore, 1981. Tardé poco en enviar un wasap a Giovanni preguntando si era en efecto él el autor de esa edición, de su introducción y de su apéndice contextualizador sobre aspectos como los antecedentes precolombinos, el mundo incaico, el papel de la Iglesia o los escritores latinoamericanos que han tratado el tema del indio. «Sí, soy yo», me respondió a los pocos minutos. No sé si notó mi entusiasmo cuando le dije que hablaría de la novela con mis estudiantes de Perugia y comentaría este hallazgo italiano tan entrañable. Este ejemplo de un renombre y una pervivencia de Arguedas que me ha permitido recordar el vínculo cordial de admiración a un profesor sensible a la buena literatura.

domingo, 6 de octubre de 2024

Lo fingido verdadero

 

En el acto tercero de esta obra de Lope de Vega, el personaje de Ginés, autor (director) de comedias, actor y poeta, se queja del desdén de su amada Marcela, actriz de la compañía, que se había marchado, mientras representaban una escena en el acto anterior, con el actor Otavio. Ella se justifica, pues hizo lo que el mismo Ginés había escrito, y él dice que compuso que se ausentaba para sentir el agravio con que entonces lo trataba, pero no para que se fuera de verdad. El juego entre lo fingido y lo verdadero es capital en la construcción y en el significado de esta comedia de Lope, y es uno de los atractivos que tiene hoy para un espectador contemporáneo, y también para los estudiantes que quieran conocer cómo era el teatro en el siglo XVII. Es más, Lo fingido verdadero es un ejemplo práctico de esa teoría dramática que estudian en las clases sobre el teatro barroco, el Arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega, su discurso en verso de 1609. Por eso llama la atención que no forme parte, a pesar de su complejidad, del repertorio de más compañías, sobre todo de aquellas que tienen una finalidad didáctica, como escuelas de teatro o aulas universitarias. No hace tanto, en 2022, la Compañía Nacional de Teatro Clásico bajo la dirección de Lluís Homar, levantó un montaje de esta obra que estrenó en marzo de ese año en el Teatro de la Comedia de Madrid y que ese verano se representó en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro. Es un ilustre precedente. Este ejemplo y otros de recepción moderna del texto de Lope de Vega se mencionan en el estudio introductorio del profesor Luigi Giuliani en esta edición también preparada por él, y que nos ofrece una anotación extensa y precisa para que al lector no se le escape nada de lo esencial en la comprensión de esta pieza. Probablemente fue escrita en 1608 y se publicó en la Decimasexta Parte de las comedias de Lope, de1621. La edición moderna en el magno proyecto Prolope corrió a cargo del mencionado L. Giuliani, en uno de los dos volúmenes de esa parte coordinada por él mismo y por Florence d’Artois (Comedias de Lope de Vega. Parte XVI, Madrid, Editorial Gredos, 2017, 2 vols.). De esa imponente serie deriva esta colección que saca el mismo sello editorial —y que ha publicado ya títulos como El castigo sin venganza, La francesa Laura, Yo me entiendo o Fuente Ovejuna—, que es como una hermana pequeña pensada para las clases que, sin perder rigor, busca la difusión exenta entre el lector universitario, principalmente. El «Prólogo» que antecede al texto, profusa y oportunamente anotado, aborda los aspectos fundamentales para la ubicación de la obra desde sus fuentes históricas, la construcción del protagonista Ginés (San Ginés), el enjundioso planteamiento metateatral de Lo fingido…, o su estructura doblemente tripartita y que genéricamente atiende al drama histórico, a la comedia de capa y espada y a la comedia de santos. Tengo en especial estimación esta lectura de la pieza de Lope por haberla hecho aquí, en Perugia, gracias al regalo de un editor tan competente como Luigi Giuliani, profesor de literatura española en el Dipartimento di Lettere, Lingue, Letterature e Civilità Antiche e Moderne de esta universidad que me acoge durante unas semanas que están resultando especialmente gustosas. (Lope de Vega, Lo fingido verdadero. Edición de Luigi Giuliani. Madrid, Editorial Gredos (Col. Prolope), 2024).

martes, 9 de julio de 2024

Agamenón vengado

Ayer en Mérida asistí a un estreno especial. Vi la primera representación de la tragedia neoclásica Agamenón vengado desde que la escribiera el zafreño Vicente García de la Huerta, en la década de los setenta del siglo XVIII. No se representó en ningún teatro público y quizá, según su autor, pudo hacerse una lectura declamada en alguna casa particular. Ahora, se ha atrevido con este texto la actriz y directora Raquel Bazo y la Escuela de Teatro TAPTC? Teatro, la compañía responsable, con Javier Llanos, de «Agusto en Mérida», el sugerente proyecto de talleres-montajes de alumnos de teatro en diferentes espacios alternativos de la ciudad y en el marco del LXX Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Para mí fue todo un acontecimiento ser testigo de esta rara recuperación de un texto en verso del siglo XVIII, basado en la Electra de Sófocles, pero a través de una fuente más cercana y en prosa como La venganza de Agamenón (1528), de Fernán Pérez de Oliva, que Huerta leyó en el tomo sexto de 1772 del Parnaso Español de López de Sedano. Ese hilo lo ha continuado ahora Raquel Bazo con una versión respetuosa, en términos generales, con lo que escribió García de la Huerta, pero con alguna licencia como la inclusión de un personaje que no está en el original ni en otros testimonios: Coéfora, «amiga y confidente de Electra», que quizá provenga más de Esquilo que de Sófocles, y que —a falta de la lectura de la versión de Bazo, que ojalá me pueda hacer con ella— interpreto como una suerte de coro en homenaje al espíritu más clásico ausente en el texto dieciochesco. Un texto de una «singular originalidad», en palabras que el hispanista americano Russell P. Sebold pronunció en Zafra en noviembre de 1987 en la clausura de un simposio sobre Huerta, recogidas en su trabajo «Connaturalización y creación en el Agamenón vengado de García de la Huerta», que se publicó en la Revista de Estudios Extremeños (t. XLIV, 2) al año siguiente. En cuanto a la fidelidad a la tragedia huertiana de esta versión —que acorta los versos hasta dejar la duración en poco menos de una hora—, me ha llamado la atención que incluso mantenga un gazapo de García de la Huerta.  Cuando hace decir al consejero Cilenio al planear la simulación de la muerte de Orestes en la jornada primera: «cubrid de paños lúgubres funestos / una urna sepulcral proporcionada, / que cargada en los hombros, entrar dentro / podréis, diciendo, que lleváis en ella / del muerto Orestes las cenizas». Y, más adelante, la jornada tercera comienza con el «presente» que traen a Clitemnestra: «El cuerpo embalsamado / de Orestes, de su hijo, / guardado por nosotros con prolijo / esmero en esta caja». El error es de García de la Huerta, pues Pérez de Oliva dispone al principio de su obra «una caja capaz de un cuerpo humano» en la que dirán que irá el de Orestes. Raquel Bazo mantiene el texto de Huerta pero saca a escena una urna o vasija de barro sobre unas andas que no será difícil de sustituir —junto a un retoque de los versos— para enmendar el fallo del dramaturgo. Plausible, en cualquier caso, el trabajo de la adaptadora con una obra que no permite florituras y en la que resuelve airosamente movimientos como la representación de las muertes de Clitemnestra (herida dentro y muerta en escena) y Egisto (herido en escena y muerto dentro), por la ausencia casi total de recursos escenográficos de este montaje. No se pudo sacar más con menos. Como igualmente cabe decir de la interpretación, levantada en algunos casos en poco tiempo para afrontar cambios de última hora, desigual en el elenco —de la solvencia de Clitemnestra a los tropiezos de Fedra—, pundonorosa en el ímpetu, aficionada en la ejecución, y con gestos como el de ese Orestes barbilampiño que, sin reparo y despojado de su traza de héroe trágico y de la liberación de su doble venganza, se mezcló entre el público para decir: «—¡Qué mal lo he pasado!» Placentera e instructiva forma de ver teatro a los pies de un coloso como el Festival de Mérida, que acierta en cuidar estos atractivos añadidos en espacios distintos —muy céntrico el de anoche en la Terraza Augusto del Parador— y en formatos tan esenciales y a la vez tan trascendentes. Un estreno muy especial con tres funciones más hasta el jueves 11.

 

jueves, 4 de julio de 2024

Casa de los Ribera (II)

Hay todavía en la fachada de ese caserón en la ciudad monumental de Cáceres, en el que entraba hace años varias veces a la semana, una placa de metacrilato que lo anuncia como Casa de los Ribera. No hago mucho caso a la vacilación gráfica del apellido —se lee Rivera en fuentes documentales y así aparece en el capítulo sobre el patrimonio arquitectónico del reciente libro sobre los 50 años de la Universidad de Extremadura— y siempre he preferido la be alta o be larga, como dicen en Perú. El «palacio» data de la segunda mitad del XVI, y se restauró en 1980 para ser la sede del Rectorado de la UEX en Cáceres. Las dovelas almohadilladas de la portada me recuerdan siempre por su atractivo la fotografía que hizo Bernardo Pérez para El País a Gilberto Gil cuando le dieron el Premio Extremadura a la Creación en septiembre de 2005, con el cantante y ministro de Cultura brasileño reclinado sobre los sillares de la Casa de los Condes de Adanero. En la de los Ribera estuve durante siete años como director de publicaciones de la Universidad, y entonces fue cuando pensé en utilizarla como título para un libro sobre mi experiencia como editor. Una idea que deseché por pretenciosa y que, pasado el tiempo, podrá convertirse en la segunda parte de El trabajo gustoso. Un cuaderno de clases (Editora Regional de Extremadura, Col. Ensayos, 5, 2002). Al fin y al cabo, en la presentación de aquello ya dije como en broma inconsciente —hace veintidós años— que la continuación sería para cuando me jubilase. Por eso, Casa de los Ribera. Nuevos apuntes de profesor viejo, esbozos de un original que fue creciendo y que puede ser un librito algún día.

miércoles, 3 de julio de 2024

Casa de los Ribera (I)

Izquierda y derecha las del público. En el foro, la pizarra tiene la rara prestancia de quien tuvo y aún retiene, un recuerdo todavía útil de un tiempo que el curso pasado quise fijar con el título que puse a una antología para clase de poetas iberoamericanas: Pizarra —de Julia de Burgos a Cristina Peri Rossi—, como un homenaje a un mueble con voluntad pedagógica. Algunas mañanas molesta el sol lateral y hay que oscurecer el aula siete como una sala de teatro para que pueda verse la pantalla, y así de paso evitar que dé a la altura justa de sus ojos. Para asegurar la ficción teatral todavía hay tarima, y un atril que, al centro y visto desde arriba, a veces me ha parecido una extraña concha de apuntador. No sé si pienso por libre o mi escasa resolución es definitivamente la prueba de una dependencia insuperable; pero me gustaría repetir en clase lo que respondió Fernando Aramburu hace un par de años en un cuestionario de El Cultural: que es un hombre que «ama las humanidades, confía en la educación, reprueba la violencia, colecciona y agradece los pequeños placeres». Otro de los numerosos ejemplos que pueden ilustrar esta dedicación a la inteligencia vicaria, a convertirse en un medio entre los que saben y los que quieren saber; hasta el punto de que dudo tantas veces si hay algo en todo esto que pueda atribuírseme enteramente, y que no deba nada a lo leído. Imposible.

miércoles, 19 de junio de 2024

El castillo de Lindabridis

Es siempre un motivo de alborozo un título nuevo que refresque el repertorio habitual del teatro clásico español que puebla nuestros festivales, que haya una novedad que altere la persistente presencia en sus carteleras, como si se agotase ahí, de títulos como Fuente Ovejuna, La vida es sueño, La dama duende, El alcalde de Zalamea, La Celestina u otros que están en el canon más académico. Por eso, es para celebrar que en la trigésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Cáceres nos hayamos encontrado con esta esquinada pieza cortesana de Calderón de la Barca, El castillo de Lindabridis, que nos ha traído la compañía Nao d'amores que dirige Ana Zamora, a la que el Ministerio de Cultura y Deporte reconoció en septiembre del año pasado con el Premio Nacional de Teatro 2023, precisamente, «por su recuperación del patrimonio teatral español». La trayectoria de su equipo —que va reponiéndose con su trabajo riguroso de la ausencia de su directora musical Alicia Lázaro— acredita esta vocación de lectura e interpretación de nuestra literatura dramática antigua, y ha dejado estupendas huellas de su paso por el festival cacereño, si no estoy equivocado, desde 2008, con el Misterio del Cristo de los Gascones, y luego, con las Farsas y églogas de Lucas Fernández en 2012, la Comedia Aquilana de Torres Naharro en 2018, Nise, la tragedia de Inés de Castro o la Numancia de Cervantes en la edición número XXXIII de nuestro festival. Aunque creo que la primera presencia de Ana Zamora como directora de escena y autora de versión fue en el XVII Festival de 2006 con la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente, que trajo a Cáceres la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El castillo de Lindabridis, quizá de 1661, es una comedia caballeresca, un género no muy bien considerado en el conjunto de la producción de Calderón, lo cual ha podido ser un acicate, un reto para Nao d'amores que, además, se ha fijado en un texto del XVII —eso sí, que remite a la novela de caballerías del quinientos— más alejado de su acostumbrado trato con el teatro prebarroco. Otro de los alicientes que para esta compañía ha debido ofrecer esta obra calderoniana es la presencia esencial de la música, inseparable de las propuestas escénicas de Nao d'amores, y, en este caso, uno de los atractivos del montaje que vimos la noche del domingo 16 en la Plaza de San Jorge. Más específico y destacado es el rescate de una tonadilla napolitana anónima del siglo XVII «Si li femmene purtassero la spada» («Si las mujeres portasen la espada»), que abre y cierra la función, y subraya el papel de unas mujeres que deciden sobre su destino; pero el contexto armónico no solo embellece sino que subraya los significados con la misma maestría y buen hacer que cabe atribuir a tantos recursos que convergen en la dinámica acción dramática. Uno de ellos es el uso de la escenografía, elaborada y compleja, movible como el castillo-palacio de Lindabridis —«pájaro del mar y pez del viento»—, descompuesta en piezas que encajan entre ellas y que enmarcan el espacio creando la sensación de que nos encontramos ante un teatro de títeres —el juego de las apariciones del Rey o de determinados movimientos de los actores—, acentuada por la disposición en el escenario de bancos laterales ocupados parcialmente por el público. Y realzado todo, diría yo, por el recogido espacio de una Plaza de San Jorge idónea para estas intenciones, a pesar de que sigue teniendo el problema de los ruidos incívicos que vienen de la Cuesta del Marqués y que tanto molestan al público situado en lo más alto de la grada. La plasticidad de otros recursos potencia el componente imaginativo, poético y fantástico de la obra, como ocurre con la recreación del hipogrifo o animal parecido que componen todos los actores del elenco en sugerente síntesis metateatral. En ella están fundidos los cinco ejecutantes, los actores que se reparten los papeles de Rosicler, Floriseo, Febo, Meridián, el Rey, el Fauno o Malandrín, que son Mikel Aróstegui, Miguel Ángel Amor y Alejandro Pau, muy solventes los tres, aunque el último con mayor y feliz notoriedad en el papel del gracioso muy particular de Malandrín que también hace de narrador distanciado que implica en ocasiones al espectador; y las dos mujeres, Inés González como Lindabridis, y una portentosa Paula Iwasaki como Claridiana a la que cabe adjudicar buena parte de la aprobación y el aplauso que mereció este montaje de Nao d'amores que ha vuelto a elevar el nivel de calidad del Festival de Teatro Clásico de Cáceres. Gracias.

lunes, 10 de junio de 2024

La discreta enamorada

Por una crítica de Javier Vallejo, publicada en El País tras una representación de La discreta enamorada en el Festival de Almagro en julio del año pasado, supe que la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico combinaba tres repartos para la ejecución del espectáculo que tuvimos la suerte de ver el sábado 8 en Cáceres. La fórmula tiene la bondad de repartir los papeles principales entre más actores y actrices, algo factible en una compañía copiosa, como es el caso, y de un incuestionable talento. Y a los estudiosos y al público apasionado permitirá comprobar los matices que dan al texto sus diferentes intérpretes. Pero cuando en uno de esos repartos interviene —en el papel del Capitán Bernardo, «con la nieve de sus canas»— el director de la compañía y eminente actor Lluís Homar, parece inevitable la prelación en lo que se pretende distributivo, y, sin faltar al joven Íñigo Arricibita (Bernardo en el Gran Teatro), echar de menos mayor notoriedad en la diferencia de edad del padre y galán y del hijo y la dama en el extraordinario enredo que ofrece Lope de Vega en esta entretenida comedia de 1606-1608. Del mismo modo que es inevitable pensar en las plazas principales en las que ha actuado Homar y en aquellas de gira por provincias sostenidas sobre el otro actor. Sea como fuere, el sábado, en esta periferia extremeña y en interior a la italiana, la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico nos trajo de nuevo —menos mal— uno de esos espectáculos totales, bien hechos y con voluntad de ensanchar generacionalmente la visión de nuestro teatro —¿antiguo? El sábado Cristina Marín-Miró fue Fenisa, Felipe Muñoz fue Lucindo y Míriam Queba fue Gerarda; pero imagine el espectador que de la discreta enamorada Fenisa hiciesen Nora Hernández —el sábado el criado Fulminato, piano y voz— o Ania Hernández, espléndida en Cáceres con su papel del caballero Doristeo —además de piano y voz, también—; o que el actor del Lucindo fuese Antonio Hernández Fimia, que el sábado interpretó a Finardo y en otro reparto es Fulminato. Sirva este carrusel para fijar una función única en la que destacó actoralmente Xavi Caudevilla en el papel del criado de Lucindo, Hernando, que tocó la guitarra, el trompón y cantó, colaborando con brillantez en uno de los atractivos del montaje, la música en directo. Una música —presente en algún momento del texto de Lope— que abre y cierra la función con el ritmo de lo festivo —la fiesta del teatro que va a comenzar, con todos sus preparativos, incluyendo a sus técnicos, maquilladoras, apuntadora..., y la fiesta de un final que exalta y celebra el trabajo bien hecho—, y que tiene el sutilísimo y bello contrapunto de la interpretación de una versión de «Vestida de nit» de Silvia Pérez Cruz. Pocas veces la contemporaneidad colorea una obra clásica con tanto gusto, también en la escenografía (Jose Novoa) y el vestuario (Deborah Macías), que armonizan con la presencia a veces coral de los actores; de tal modo que en sus circulaciones hay una especie de reflejo del movimiento de atracción que ejercen las mujeres (Fenisa y Gerarda) sobre las que pivotan las acciones dramáticas, pero, sobre todo, las figuras masculinas, que se mueven en los dos escenarios principales, la plataforma deslizante de la casa de la viuda Belisa y de su hija, y el andamio practicable que representa —también— la casa de Gerarda —la «cortesana, que vive en este balcón». Un espacio presidido por el anuncio luminoso de neón con un «Hope» (Lope) que es todo un símbolo de la frescura, el dinamismo y la brillantez de esta lectura —por qué no, esperanzada— de un texto clásico que se dio casi íntegro, tal cual se nos ha trasmitido desde el Fénix. De ahí las dos horas y pico que duró todo y que pasaron como se consume lo que complace mucho, prontamente. A la salida —doce menos cuarto de la noche—, los dos trailers que cortaban la calle de San Antón corroboraron la sensación de apretura del espacio escénico en el que tan bien se desenvolvió esa mujer enamorada, Fenisa, discreta por juiciosa e inteligente, que aportaba en el acto segundo una de las claves de su perfil: «Amor me dio la invención».

domingo, 31 de marzo de 2024

Más que medir

Este libro de Pedro Álvarez de Miranda, Medir las palabras (Madrid, Espasa. Editorial Planeta, 2024), tiene su precedente, del mismo autor, en Más que palabras (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016), que llevó un prólogo de Manuel Seco. El juego con sus títulos desgrana el objeto en el que coinciden: las palabras. Ambos reúnen breves ensayos sobre asuntos lingüísticos que han ido viendo la luz en diferentes medios. El libro de 2016 se formó en su mayoría con artículos publicados en la revista Rinconete del Centro Virtual Cervantes; ahora, este de 2024 continúa aquella serie en su sección central, «Rincones de la lengua», con otros rinconetes desde junio de 2015 hasta el titulado «Del libro de faltriquera al libro de bolsillo» (págs. 289-297), que apareció en dos fechas, 27 de abril y 27 de julio de 2023. La primera parte es «Medir las palabras», que fue el título de su sección en el semanario cultural La Lectura en el que Pedro Álvarez de Miranda estuvo colaborando cada quince días desde enero de 2022; y ahí van todas sus entregas hasta julio de 2023. Por último, «Varia» cierra el volumen con diecinueve artículos provenientes de otras publicaciones, periódicos como El País, El Mundo o ABC —en la sección «La mirada académica» de su suplemento ABC Cultural—, y revistas como Archiletras o Letras Libres. Reunidos todos en este volumen regalan una experiencia de lectura tan deleitable como la más amena de las novelas y tan útil como el más actualizado y preciso de los manuales. Sí, con un libro sobre palabras, un surtido variado de reflexiones con afán divulgativo, sin perder ni una pizca de rigor, en torno a la lengua española y su uso. Un libro escrito por el profesor —catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid—, el académico de la RAE —sillón «Q»— y el investigador dieciochista, pues los tres, como poco, se ven en el modo de acercarse y medir las palabras que elige para ilustrarnos. Así, cuando explica la diferencia entre diptongo e hiato (pág. 68), o entre nombres ambiguos y epicenos (pág. 89) para hablar de «Cobaya», estamos ante el profesor, ante el buen profesor que escribe en «Se veía venir» (pág. 333) sobre incorrecciones ortográficas, o que se detiene en aclarar que lo diastrático se refiere a la distribución sociocultural de los hablantes y lo diatópico a la geográfica (pág. 119, de «Seseo y ceceo»), siempre con «paciente pedagogismo» (pág. 195), que se agradece, como al iniciar su artículo «La verdad es que...» con esta explicación de sabio profesor que sabe echar mano de ejemplos idóneos: «Se llaman expletivos en gramática los elementos que, sin ser necesarios en el mensaje, sí le aportan cierta expresividad o énfasis. Cuando digo Por poco me caigo y cuando digo Por poco no me caigo estoy diciendo lo mismo, de modo que el no de la segunda frase es un claro ejemplo de 'negación expletiva'» (pág. 26). El activo y comprometido académico está de principio a fin en este libro, mostrando una actitud tolerante admirable que insisto en ponderar recordando el titular de una entrevista que se publicó en El País, hace más de diez años, cuando fue elegido miembro de número: «El error de hoy puede ser norma de mañana». En otra entrevista, espléndida, que le hizo Yolanda Gándara en 2016 para Jot Down, fue terminante: «Para los que somos profesores de lengua hay una palabra que en nuestras clases no empleamos nunca, que es la palabra «correcto». Esa palabra para un lingüista no tiene mucho sentido.» Su pensamiento como académico se advierte en «Purismo, misoneísmo» (pág. 311) y, de otro modo, en «Casi dos kilos por una palabra» (pág. 163); y muy palmariamente cuando constata que las lenguas «se van internacionalizando, también la nuestra, y no solo no debemos lamentarlo, sino más bien lo contrario» (pág. 110), o cuando se defiende ante una corrección inconveniente, pero reconoce que «el numantinismo tiene sus límites, y el hablante es un ser en sociedad» (pág. 146). Ese académico que ingresó con un discurso sobre los discursos académicos nos ofrece una nótula erudita que apostilla su brillantez en «Una rareza» (pág. 309); el académico que, a propósito de una «explicación de voto» en una sesión de trabajo en la RAE, sostiene que en la gramática el asamblearismo está fuera de lugar (pág. 322). Y también en Medir las palabras está el prestigioso estudioso dieciochista, que echa mano de autores y obras de la época ilustrada para contar sucintamente la vida de la palabra francesa poissarde (pág. 151); o que en «Gandumbas» (págs. 156-162) hace alusiones pertinentes a Leandro Fernández de Moratín y a sus contemporáneos, y nos invita a dar un paseo delicioso —y muy al día— por nuestra historia literaria hasta el siglo XX; o en «Vacuna» (pág. 355)... ¿Quién fue el inventor de la palabra quirófano? (pág. 96), ¿es mejor escribir adónde o a dónde? (págs. 278-281), ¿acepta la Academia iros en lugar de idos? (pág. 322-325) son algunas preguntas, entre muchas, que se responden con la lectura de este libro lleno de amenidad y de rigor, a lo que hay que sumar el mérito de hacerlo con una disciplinada brevedad que, tal en el caso del artículo de un diccionario, conlleva «sus buenos ratos de pesquisas» (pág. 12). Más que medir las palabras. Mucho más.

martes, 12 de marzo de 2024

La cola de la lagartija

Este pasado jueves llevé a clase de Hispanoamericana mi ejemplar de En agosto nos vemos (Penguin Random House Grupo Editorial, 2024), la novela póstuma de Gabriel García Márquez que se lanzó el miércoles a todos los medios y que ha ocupado mucho espacio en la prensa estos días. Me apetecía compartir un acontecimiento editorial así, relacionado con un protagonista tan notable del contexto cultural que nos atañe en clase, aunque en este curso no haya ninguna obra suya programada. Todavía no había leído la novela; pero sí el «Prólogo» que firman los hijos del escritor, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, en el que justifican lo que llaman «un acto de traición» al padre que había dicho: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo»; y también la nota del editor, Cristóbal Pera, sobre algunas circunstancias antetextuales. Pero lo que más me interesó compartir, aparte la novedad, fue la posibilidad de una propuesta para un trabajo de fin de estudios sobre esa vida póstuma de algunas obras literarias; abrir una vía, no tanto de investigación, sino de elaboración de un estado de los estudios —para un trabajo de fin de grado— sobre los problemas de carácter filológico que se dan cuando en lo que leemos no consta la última voluntad definitiva del autor. Anoté para la clase algunos casos, como el de Lagartija sin cola (2007), de José Donoso, cuyo texto fue establecido por el crítico Julio Ortega a partir del original descubierto por la familia del escritor; o el de la obra diarística póstuma de Alejandra Pizarnik y el estado de los diversos escritos hoy conservados en la Universidad de Princeton. Me acordé de la posteridad de Ricardo Piglia y de su taller secreto —al que Tinta libre dedicó unas provechosas páginas de su primer número de este año 2024—, y de la novela póstuma Aquiles o el guerrillero y el asesino (2016) de Carlos Fuentes. A Roberto Bolaño sí lo tenemos en el programa del curso —Estrella distante— y su caso sigue siendo notorio, no solo por el abultado corpus de su obra póstuma desde su muerte en 2003, sino por la pura gestión de su memoria. Hace unas pocas semanas, en su columna de El Cultural, Ignacio Echevarría se lamentaba («Páginas en blanco», 2 de febrero de 2024, pág. 32), de que en algunas recientes antologías de la poesía chilena y mexicana la publicación de los poemas de Bolaño había sido vetada por la «dura custodia que la agencia y la heredera de Roberto Bolaño ejercen sobre su obra», según se puede leer en la explicación de Rubén Medina, el editor de una de esas publicaciones, Perros habitados por las voces del desierto (México, Aldus, 2014), que recoge la obra de diecinueve poetas infrarrealistas. Rastrear estos y otros casos de la literatura iberoamericana y comprobar el eco crítico que han tenido, sin entrar en los turbios y desagradables pormenores del círculo de los herederos legales —más legales que literarios— de un autor, podría ser un modo atractivo de iniciarse en una investigación y un análisis básicos en la culminación de los estudios de grado o de máster. Como el título de Donoso que dicen que descartaron para la novela de 2007, la cola de la lagartija sigue moviéndose separada del cuerpo, como las obras póstumas por manos distintas a las de quienes las escribieron. La publicación de En agosto nos vemos me llevó a pensar esto en voz alta en la clase del jueves, y hubo cierto interés. Ahora, leída ya la novela, y aunque sea difícil abstraerse de otras motivaciones del lanzamiento editorial, creo que su publicación es un regalo, pequeñito, mera muestra de lo que podría haber sido otra cosa, pero suficientemente evocador —y añorante— del grandioso narrador García Márquez, lo justo para reencontrarse —aunque sea con la levedad de lo breve— con un modo reconocible de presentación de los personajes en el tablero amoroso tan del gusto del colombiano, con puntadas de su inventiva, de su humorismo, y la habilidad en el uso de lazos narrativos como el del billete de veinte dólares lleno de carga argumental capítulos antes, a su debida y calculada distancia, en la propina que la protagonista da a un peluquero, advirtiéndole feliz: «Úselos bien […]: Son de carne y hueso» (pág. 56). Es poco, un sorbo solo para probar; pero suficiente para no sentirse ufanamente defraudado después de tanto ruido.

viernes, 8 de marzo de 2024

Elena Garro desde España

Tuve la satisfacción el curso pasado de tener a Adriana Sánchez Vaquero (Zafra, 2001) como alumna en su Trabajo de Fin de Grado sobre «La novela hispanoamericana en el siglo XXI: la presencia de Elena Garro en España», que recibió la máxima calificación y este enero un accésit en la IV Edición de Premios al Mejor Trabajo de Fin de Estudios en materia de Igualdad de Género de la Universidad de Extremadura. Hoy me ha remitido el enlace a su artículo «Homenaje a Elena Garro en el 8-M. Cruce de caminos con la escritora mexicana», que me anunció que estaba escribiendo, publicado en la revista mexicana Replicante con motivo del Día Internacional de la Mujer. Merece la pena leer a esta joven filóloga y cómo transmite su entusiasmo, gracias a su trabajo académico, por haber conocido la obra de una gran autora como Elena Garro y personalmente a su estudiosa Patricia Rosas Lopátegui, presentes ambas en lo que fue el punto de partida de su estudio: la publicación en Extremadura en 2018 de la obra poética de Elena Garro, Cristales de tiempo, en edición de Patricia Rosas, en la editorial La Moderna, que dirigen Lidia Gómez y David Matías, otro antiguo alumno sobresaliente. 

viernes, 2 de febrero de 2024

Ribera con Batilo

El pasado sábado 27 estuve por la mañana en Ribera del Fresno, el pueblo natal del poeta y magistrado Juan Meléndez Valdés (1754-1817), para asistir a la proyección en el Auditorio Municipal de la grabación de la única representación, por el momento, de la obra de teatro popular Batilo. El poeta de las luces, una producción de la compañía Teatro del Agua y de la empresa +magín, que tuvo lugar el sábado 18 de noviembre de 2023, hace ya más de dos meses. Ya en casa, y con el propósito de escribir algo, una especie de crónica, sobre mi experiencia, pensé en la relación que se puede llegar a dar entre un objeto de estudio y sus circunstancias externas, alejadas muchas veces del hecho estrictamente literario o textual. Pensé en las horas de lectura y de escritura sobre la figura del magistrado poeta de Ribera, y cómo esa experiencia personal e íntima, en ocasiones pública en una clase o en una conferencia, puede convertirse en la razón principal de un encuentro con muchas personas que han llegado por otra vía que no es la del estudio —o que no es el mismo estudio— a una satisfacción parecida. En bastantes años —la primera vez fue en agosto de 1988—, casi todas las ocasiones en las que he estado en el lugar en el que nació Meléndez Valdés ha sido por eso, por ser la cuna de quien escribió lo que me ha interesado durante mucho tiempo; y resulta de gran complacencia congeniar con tantos otros que, simplemente, se fijan solo en que tu asunto de trabajo es un personaje histórico relacionado con el sitio al que vas. En todas esas ocasiones me he sentido conmovido; y han sido muchas: en 1998, en 2004, en 2018... Pero el sábado pasado fue algo especial, por la emotividad de comprobar la implicación de muchos en algo que uno siente de manera solo particular. La complicidad de decenas de personas del pueblo en una representación al aire libre, en la Plaza de la Iglesia, que puso a «Meléndez Valdés en el escenario de Ribera del Fresno», subtítulo del montaje dirigido por Francisco Blanco Aguado, también experimentado actor y productor de la compañía de Villafranca de los Barros Teatro del Agua. Hay tradición teatral en Ribera, y se notó en el entusiasmo y las ganas que pusieron todos los participantes en levantar un espectáculo tan digno en tan solo cinco semanas escasas, desde la escritura del texto (por José María Lama), con romance de ciego incluido, hasta los ensayos con más de veinte actores con papel, más de treinta figurantes, entre los que había una decena de niños y niñas, una bailarina, un guitarrista y un cantaor. La mayoría de ellos no tan avezados en el teatro aficionado como los de la asociación ribereña Batilo Teatro, que montaban en esos días una Yerma, y que incluso algunos quizá pudieron participar en la conmemoración de los doscientos cincuenta años del nacimiento de Meléndez, en agosto de 2004, cuando se llevó a escena El último poema (Delirio de ausencia de Juan Meléndez Valdés), un texto del dramaturgo Miguel Murillo escrito para la ocasión. Veinte años después, Batilo. El poeta de las luces ha sido, por encima de todo, la representación de un tesón popular, un logro colectivo bien dirigido, y sostenido por un par de actores de más experiencia, Joaquín Hernández Morales (Meléndez) y Mª Carmen Báez (Memoria), con recursos muy bien resueltos, como la música en directo (Juan Carlos Sánchez canta un villancico, y a la guitarra Cándido Perera), como un rap que resume los hitos vitales del personaje y de la obra, y con una tarea de producción para la que personas como Rosana Pavo Gómez, bibliotecaria municipal, o Juan Francisco Llano, cronista y guía turístico, y con papel en el elenco, se han entregado con una pasión que ha logrado una recreación histórica con un innegable valor, diré, pedagógico, por el reconocimiento del personaje incomprendido, por una cierta «reconciliación» de la opinión pública más cercana al personaje histórico, al que se le da la oportunidad de explicarse ante todos: «—Me han considerado un pusilánime y un hombre sin voluntad, sometido a cambios continuos…. Y no es cierto. Mi único norte fue eliminar de mi tierra la superstición, la mentira, la intolerancia, la calumnia, el egoísmo, la miseria…  Y ahí sí fui obstinado y perseverante. […] Y me situé donde mejor pudiera impulsar las reformas, a pesar de no ser siempre el lugar más cómodo para la vida… Aunque acabara costándome la calumnia, la cárcel, la incautación de mis bienes, el destierro, la agresión o el exilio» —dice el personaje en la última escena ante la Memoria que pregunta a los espectadores: «—[…] ¿Debemos cambiar nuestra opinión sobre el ciudadano Meléndez Valdés, un ilustrado que colaboró en traer nuevas ideas, menos fanáticas, más tolerantes, más humanas, a nuestra España? ¿Debemos enorgullecernos de Juan, el hijo de Juan Antonio Meléndez, el del Estanco del Tabaco, y de Marí Ángeles Díaz, los de la calle Larga? ¿Debemos sentirnos honrados de ser las paisanas y los paisanos de un extremeño universal nacido en Ribera del Fresno, de Juan Meléndez Valdés, de Batilo, el poeta de las Luces?». Creo que la amonestación de la Memoria al final de la obra hizo efecto en los ribereños con los que compartimos el sábado una experiencia sobresaliente, que, además, culminó en una comida con quienes participaron en una representación popular que debería asentarse como homenaje instructivo y periódico de Ribera a su hijo ilustre.