Primera clase o última, quién sabe. Primera clase de un cuatrimestre o diezmilésima, quién sabe, después de tantos años viviendo esta sensación del primer día del actor —no finge— en una nueva función. Esta experiencia que vengo repitiendo desde hace ya treinta y un años me ayuda a comprender la paradoja de tocar el cielo y tener los pies en el suelo. Que es como yo me explico esta manera de dar las gracias a la literatura. Que lo que me ha dado tantas horas de gusto desde que comencé a disfrutar con la lectura hoy me permita tener un puesto de trabajo y ganarme la vida —como se suele decir— es un regalo, tal y como están las cosas. O, si me lo he ganado, como supongo que alguno me animará a reconocer, es una dicha, una circunstancia más que venturosa. Sea lo que sea, hoy he vuelto a clase a hablar de literatura y he vuelto a sentir cierto brillo en los ojos de quienes me escuchaban decir que estábamos en esa aula para disfrutar. Y yo les insistía en que era verdad, que iban a disfrutar; pero no conmigo, mero vicario de unos textos que realmente serán los que les darán el placer que nos ha traído aquí. Por eso no puedo comprender que un profesor advierta a sus alumnos de las dificultades que van a tener al cursar su asignatura o que les escarnezca su ignorancia, sus faltas de ortografía, sus lagunas. Es como si un médico espetase a su enfermo con una riña por no haber prevenido su mal. O, directamente, como si le dijese el primer día de clase, que no le va a curar. Por tonto. Hay que ser mala persona para no dejar pasar a tu consulta a una chavala de segundo que ha llegado tarde al examen. Para cerrar el aula y decretar que después del médico ya no pasa nadie. Creo que estoy mezclando las cosas. Lo que quería decir es que hoy ha sido otra vez mi primera clase —o última, quién sabe— y que sigo prendado de la materia que ocupa mis horas con mis alumnos.
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