Estímulos para venir aquí me sobraban desde que se confirmó mi contrato para dar clases durante seis semanas; y uno de los más sugerentes era mi propósito de trabajar en el curso con un texto como Los recuerdos del porvenir (1963), la novela de Elena Garro (1916-1998). Estaba a finales de agosto con notas más definitivas ya para estas clases cuando me alegré al ver que Ediciones Cátedra anunciaba en su catálogo que en los primeros días de septiembre estaría disponible una nueva edición de la novela en la colección Letras Hispánicas. Me apresuré a reservar mi ejemplar en la librería, lo recibí recién salido y leí con ganas esta oportuna y necesaria edición de un clásico contemporáneo, «una de las novelas más originales y mejor escritas de toda la tradición literaria latinoamericana del siglo XX» (pág. 467), en palabras de quienes se han encargado de su estudio: Elena Garro, Los recuerdos del porvenir. Edición de Ángel Esteban y Yannelys Aparicio. Madrid, Ediciones Cátedra (Letras Hispánicas, 909), 2024. Leí con entusiasmo una cumplida «Introducción» de cien páginas, y, además, de nuevo, el texto de la novela generosamente anotado con ciento veintinueve notas entre las que destacan, por encima de las meras aclaraciones de carácter léxico, referencias geográficas o históricas, aquellas que comentan un pasaje del relato, una simbología o una imagen, por ejemplo, en la sugerencia del silencio con el que se abre la segunda parte de la obra y con el que se vela el espacio clave de la casa de los Moncada (pág. 400). Se indica también («Esta edición»), muy someramente, que se sigue el texto por la edición de Alfaguara de 2019, sin más, por ser «la última realizada hasta la fecha» (pág. 113), y se añade una extensa bibliografía de las obras de Garro y de los estudios publicados hasta —si no me equivoco— 2022, fecha de publicación de un artículo sobre la Guerra Cristera en la obra de Elena Garro (pág. 125), aunque se advierte que la última consulta de los hipervínculos que figuran en la relación bibliográfica fue del 6 de junio de 2024. En conjunto, es toda una aportación a un texto que no había sido editado en España de este modo, con este tratamiento de clásico contemporáneo, de «una escritora que debería proponerse al lado de los hombres del boom como una autora que contribuyó tanto como ellos a la calidad del discurso literario latinoamericano del momento» (pág. 56). Voy a tener ocasión de destacar en clase y someter a la opinión de mis estudiantes la lectura crítica de los editores, en algunos casos expuesta de manera más demorada en las notas que en el texto introductorio, sobre todo, en la segunda parte de las dos en que se divide la novela; pero no me resisto ahora a preguntarme por qué no se ha revisado bien lo que se ha dado a la imprenta y así haber evitado erratas u omisiones que llaman la atención. Erratas evidentes son «Joaquín Díaz Canedo», por «Díez» (pág. 49), y «1868» por «1968» (pág. 57), entre otras. Una omisión importante es la de la poesía de Garro, publicada por la Universidad Autónoma de Nuevo León de México, y también en Extremadura bajo el título de Cristales de tiempo, en edición con estudio preliminar y notas de Patricia Rosas Lopátegui (Galisteo. Cáceres, Rosas Lopategui Publishing y La Moderna, 2016), estudiosa y albacea literaria de Elena Garro. Y una omisión por errata es la que supongo del trabajo de Cecilia Eudave, «La memoria como escenario de la tragedia mexicana en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro» (Romance Notes, 57.1, 2017, págs. 15-24), a la que se remite en varias ocasiones en la introducción, pero que ha quedado sin mención en la «Bibliografía». No he localizado ninguna alusión a la película Los recuerdos del porvenir, de Arturo Ripstein, de 1968, que es, sin duda, un eco notorio y cercano a la publicación de la novela. No son reparos discrepantes; más bien, marcas de extrañeza en un trabajo ambicioso y muy necesario para seguir reivindicando una obra que siempre ha merecido una atención crítica mayor en el conjunto de los estudios sobre la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, tan marcada por un redundante boom, redundantemente masculino.
viernes, 11 de octubre de 2024
martes, 8 de octubre de 2024
I fiumi profondi
Suelo comenzar mis clases sobre Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas repitiendo las palabras del poeta y crítico peruano Ricardo González Vigil: «Los ríos profundos es una de las novelas más admirables de la literatura latinoamericana». Precisamente, esta semana empezaremos en clase, aquí en Perugia, con esa obra; pero no voy a hablar de eso. Quiero recordar una de las mejores experiencias académicas que tuve el curso pasado, cuando visitó la Facultad, allí, en Cáceres, el historiador de la literatura Alejandro Pérez Vidal, que habló a nuestras alumnas y nuestros alumnos de «Entre las infamias históricas y las glorias literarias. Breve recorrido por la vida y la obra de Bartolomé José Gallardo (Campanario 1776-Alcoy 1852)». Se celebró el jueves 4 de abril de este año, y fue una satisfacción escucharlo, así como que el salón de actos de la Facultad estuviese lleno, con el consabido público universitario, pero también con una buena representación de paisanos de don Bartolomé, que se desplazaron desde Campanario para asistir a la conferencia. Alejandro Pérez Vidal llegó a Cáceres acompañado por su mujer, Dorotea, y por un amigo y antiguo compañero en la Universidad de Gerona, Giovanni Albertocchi, que se jubiló allí como profesor de literatura italiana. Fue un placer pasar con ellos un par de días en Cáceres y en Malpartida de Cáceres, en donde conocieron el Museo Vostell. Paseando por su entorno, conversé con Giovanni Albertocchi sobre una de sus especialidades —ha escrito también sobre Leopardi, Italo Svevo o Claudio Magris—, Alessandro Manzoni, uno de los autores tratados en el estudio del que me habló: Adelante, Pedro, con juicio. Aproximaciones cordiales a la literatura italiana de los siglos XIX y XX (Ediciones Barataria, 2012). El encuentro fue gratísimo y provechoso —uno siempre aprende de los que saben—, y lo he asociado desde entonces a Bartolomé José Gallardo y a su estudioso Alejandro Pérez Vidal, con quienes tengo tratos en proyectos en marcha. Pues bien, el día de mi santo, el pasado 29 de septiembre, en el mercadillo (mercatino antiquariato e usato) que se instala en Piazza Italia los sábados y domingos últimos del mes, encontré en un puesto de libros esta traducción italiana de la novela de Arguedas: I fiumi profondi, en Einaudi. Fascinado por la casualidad de encontrar en Perugia la novela de la que iba a hablar en mis clases, pregunté el precio, pagué cinco euros y me llevé el ejemplar, algo fatigado, sobre todo en los cantos, por una presumiblemente larga exposición a las inclemencias del tenderete. Pero la sorpresa fue mayor cuando llegué a casa, abrí el libro, y anoté todos sus datos: José María Arguedas, I fiumi profondi. Traduzione di Umberto Bonetti. A cura di Giovanni Albertocchi. Torino, Giulio Einaudi editore, 1981. Tardé poco en enviar un wasap a Giovanni preguntando si era en efecto él el autor de esa edición, de su introducción y de su apéndice contextualizador sobre aspectos como los antecedentes precolombinos, el mundo incaico, el papel de la Iglesia o los escritores latinoamericanos que han tratado el tema del indio. «Sí, soy yo», me respondió a los pocos minutos. No sé si notó mi entusiasmo cuando le dije que hablaría de la novela con mis estudiantes de Perugia y comentaría este hallazgo italiano tan entrañable. Este ejemplo de un renombre y una pervivencia de Arguedas que me ha permitido recordar el vínculo cordial de admiración a un profesor sensible a la buena literatura.
domingo, 6 de octubre de 2024
Lo fingido verdadero
En el acto tercero de esta obra de Lope de Vega, el personaje de Ginés, autor (director) de comedias, actor y poeta, se queja del desdén de su amada Marcela, actriz de la compañía, que se había marchado, mientras representaban una escena en el acto anterior, con el actor Otavio. Ella se justifica, pues hizo lo que el mismo Ginés había escrito, y él dice que compuso que se ausentaba para sentir el agravio con que entonces lo trataba, pero no para que se fuera de verdad. El juego entre lo fingido y lo verdadero es capital en la construcción y en el significado de esta comedia de Lope, y es uno de los atractivos que tiene hoy para un espectador contemporáneo, y también para los estudiantes que quieran conocer cómo era el teatro en el siglo XVII. Es más, Lo fingido verdadero es un ejemplo práctico de esa teoría dramática que estudian en las clases sobre el teatro barroco, el Arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega, su discurso en verso de 1609. Por eso llama la atención que no forme parte, a pesar de su complejidad, del repertorio de más compañías, sobre todo de aquellas que tienen una finalidad didáctica, como escuelas de teatro o aulas universitarias. No hace tanto, en 2022, la Compañía Nacional de Teatro Clásico bajo la dirección de Lluís Homar, levantó un montaje de esta obra que estrenó en marzo de ese año en el Teatro de la Comedia de Madrid y que ese verano se representó en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro. Es un ilustre precedente. Este ejemplo y otros de recepción moderna del texto de Lope de Vega se mencionan en el estudio introductorio del profesor Luigi Giuliani en esta edición también preparada por él, y que nos ofrece una anotación extensa y precisa para que al lector no se le escape nada de lo esencial en la comprensión de esta pieza. Probablemente fue escrita en 1608 y se publicó en la Decimasexta Parte de las comedias de Lope, de1621. La edición moderna en el magno proyecto Prolope corrió a cargo del mencionado L. Giuliani, en uno de los dos volúmenes de esa parte coordinada por él mismo y por Florence d’Artois (Comedias de Lope de Vega. Parte XVI, Madrid, Editorial Gredos, 2017, 2 vols.). De esa imponente serie deriva esta colección que saca el mismo sello editorial —y que ha publicado ya títulos como El castigo sin venganza, La francesa Laura, Yo me entiendo o Fuente Ovejuna—, que es como una hermana pequeña pensada para las clases que, sin perder rigor, busca la difusión exenta entre el lector universitario, principalmente. El «Prólogo» que antecede al texto, profusa y oportunamente anotado, aborda los aspectos fundamentales para la ubicación de la obra desde sus fuentes históricas, la construcción del protagonista Ginés (San Ginés), el enjundioso planteamiento metateatral de Lo fingido…, o su estructura doblemente tripartita y que genéricamente atiende al drama histórico, a la comedia de capa y espada y a la comedia de santos. Tengo en especial estimación esta lectura de la pieza de Lope por haberla hecho aquí, en Perugia, gracias al regalo de un editor tan competente como Luigi Giuliani, profesor de literatura española en el Dipartimento di Lettere, Lingue, Letterature e Civilità Antiche e Moderne de esta universidad que me acoge durante unas semanas que están resultando especialmente gustosas. (Lope de Vega, Lo fingido verdadero. Edición de Luigi Giuliani. Madrid, Editorial Gredos (Col. Prolope), 2024).
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martes, 9 de julio de 2024
Agamenón vengado
Ayer en Mérida asistí a un estreno especial. Vi la primera representación de la tragedia neoclásica Agamenón vengado desde que la escribiera el zafreño Vicente García de la Huerta, en la década de los setenta del siglo XVIII. No se representó en ningún teatro público y quizá, según su autor, pudo hacerse una lectura declamada en alguna casa particular. Ahora, se ha atrevido con este texto la actriz y directora Raquel Bazo y la Escuela de Teatro TAPTC? Teatro, la compañía responsable, con Javier Llanos, de «Agusto en Mérida», el sugerente proyecto de talleres-montajes de alumnos de teatro en diferentes espacios alternativos de la ciudad y en el marco del LXX Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Para mí fue todo un acontecimiento ser testigo de esta rara recuperación de un texto en verso del siglo XVIII, basado en la Electra de Sófocles, pero a través de una fuente más cercana y en prosa como La venganza de Agamenón (1528), de Fernán Pérez de Oliva, que Huerta leyó en el tomo sexto de 1772 del Parnaso Español de López de Sedano. Ese hilo lo ha continuado ahora Raquel Bazo con una versión respetuosa, en términos generales, con lo que escribió García de la Huerta, pero con alguna licencia como la inclusión de un personaje que no está en el original ni en otros testimonios: Coéfora, «amiga y confidente de Electra», que quizá provenga más de Esquilo que de Sófocles, y que —a falta de la lectura de la versión de Bazo, que ojalá me pueda hacer con ella— interpreto como una suerte de coro en homenaje al espíritu más clásico ausente en el texto dieciochesco. Un texto de una «singular originalidad», en palabras que el hispanista americano Russell P. Sebold pronunció en Zafra en noviembre de 1987 en la clausura de un simposio sobre Huerta, recogidas en su trabajo «Connaturalización y creación en el Agamenón vengado de García de la Huerta», que se publicó en la Revista de Estudios Extremeños (t. XLIV, 2) al año siguiente. En cuanto a la fidelidad a la tragedia huertiana de esta versión —que acorta los versos hasta dejar la duración en poco menos de una hora—, me ha llamado la atención que incluso mantenga un gazapo de García de la Huerta. Cuando hace decir al consejero Cilenio al planear la simulación de la muerte de Orestes en la jornada primera: «cubrid de paños lúgubres funestos / una urna sepulcral proporcionada, / que cargada en los hombros, entrar dentro / podréis, diciendo, que lleváis en ella / del muerto Orestes las cenizas». Y, más adelante, la jornada tercera comienza con el «presente» que traen a Clitemnestra: «El cuerpo embalsamado / de Orestes, de su hijo, / guardado por nosotros con prolijo / esmero en esta caja». El error es de García de la Huerta, pues Pérez de Oliva dispone al principio de su obra «una caja capaz de un cuerpo humano» en la que dirán que irá el de Orestes. Raquel Bazo mantiene el texto de Huerta pero saca a escena una urna o vasija de barro sobre unas andas que no será difícil de sustituir —junto a un retoque de los versos— para enmendar el fallo del dramaturgo. Plausible, en cualquier caso, el trabajo de la adaptadora con una obra que no permite florituras y en la que resuelve airosamente movimientos como la representación de las muertes de Clitemnestra (herida dentro y muerta en escena) y Egisto (herido en escena y muerto dentro), por la ausencia casi total de recursos escenográficos de este montaje. No se pudo sacar más con menos. Como igualmente cabe decir de la interpretación, levantada en algunos casos en poco tiempo para afrontar cambios de última hora, desigual en el elenco —de la solvencia de Clitemnestra a los tropiezos de Fedra—, pundonorosa en el ímpetu, aficionada en la ejecución, y con gestos como el de ese Orestes barbilampiño que, sin reparo y despojado de su traza de héroe trágico y de la liberación de su doble venganza, se mezcló entre el público para decir: «—¡Qué mal lo he pasado!» Placentera e instructiva forma de ver teatro a los pies de un coloso como el Festival de Mérida, que acierta en cuidar estos atractivos añadidos en espacios distintos —muy céntrico el de anoche en la Terraza Augusto del Parador— y en formatos tan esenciales y a la vez tan trascendentes. Un estreno muy especial con tres funciones más hasta el jueves 11.
jueves, 4 de julio de 2024
Casa de los Ribera (II)
Hay todavía en la fachada de ese caserón en la ciudad monumental de Cáceres, en el que entraba hace años varias veces a la semana, una placa de metacrilato que lo anuncia como Casa de los Ribera. No hago mucho caso a la vacilación gráfica del apellido —se lee Rivera en fuentes documentales y así aparece en el capítulo sobre el patrimonio arquitectónico del reciente libro sobre los 50 años de la Universidad de Extremadura— y siempre he preferido la be alta o be larga, como dicen en Perú. El «palacio» data de la segunda mitad del XVI, y se restauró en 1980 para ser la sede del Rectorado de la UEX en Cáceres. Las dovelas almohadilladas de la portada me recuerdan siempre por su atractivo la fotografía que hizo Bernardo Pérez para El País a Gilberto Gil cuando le dieron el Premio Extremadura a la Creación en septiembre de 2005, con el cantante y ministro de Cultura brasileño reclinado sobre los sillares de la Casa de los Condes de Adanero. En la de los Ribera estuve durante siete años como director de publicaciones de la Universidad, y entonces fue cuando pensé en utilizarla como título para un libro sobre mi experiencia como editor. Una idea que deseché por pretenciosa y que, pasado el tiempo, podrá convertirse en la segunda parte de El trabajo gustoso. Un cuaderno de clases (Editora Regional de Extremadura, Col. Ensayos, 5, 2002). Al fin y al cabo, en la presentación de aquello ya dije como en broma inconsciente —hace veintidós años— que la continuación sería para cuando me jubilase. Por eso, Casa de los Ribera. Nuevos apuntes de profesor viejo, esbozos de un original que fue creciendo y que puede ser un librito algún día.
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miércoles, 3 de julio de 2024
Casa de los Ribera (I)
Izquierda y derecha las del público. En el foro, la pizarra tiene la rara prestancia de quien tuvo y aún retiene, un recuerdo todavía útil de un tiempo que el curso pasado quise fijar con el título que puse a una antología para clase de poetas iberoamericanas: Pizarra —de Julia de Burgos a Cristina Peri Rossi—, como un homenaje a un mueble con voluntad pedagógica. Algunas mañanas molesta el sol lateral y hay que oscurecer el aula siete como una sala de teatro para que pueda verse la pantalla, y así de paso evitar que dé a la altura justa de sus ojos. Para asegurar la ficción teatral todavía hay tarima, y un atril que, al centro y visto desde arriba, a veces me ha parecido una extraña concha de apuntador. No sé si pienso por libre o mi escasa resolución es definitivamente la prueba de una dependencia insuperable; pero me gustaría repetir en clase lo que respondió Fernando Aramburu hace un par de años en un cuestionario de El Cultural: que es un hombre que «ama las humanidades, confía en la educación, reprueba la violencia, colecciona y agradece los pequeños placeres». Otro de los numerosos ejemplos que pueden ilustrar esta dedicación a la inteligencia vicaria, a convertirse en un medio entre los que saben y los que quieren saber; hasta el punto de que dudo tantas veces si hay algo en todo esto que pueda atribuírseme enteramente, y que no deba nada a lo leído. Imposible.
miércoles, 19 de junio de 2024
El castillo de Lindabridis
Es siempre un motivo de alborozo un título nuevo que refresque el repertorio habitual del teatro clásico español que puebla nuestros festivales, que haya una novedad que altere la persistente presencia en sus carteleras, como si se agotase ahí, de títulos como Fuente Ovejuna, La vida es sueño, La dama duende, El alcalde de Zalamea, La Celestina u otros que están en el canon más académico. Por eso, es para celebrar que en la trigésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Cáceres nos hayamos encontrado con esta esquinada pieza cortesana de Calderón de la Barca, El castillo de Lindabridis, que nos ha traído la compañía Nao d'amores que dirige Ana Zamora, a la que el Ministerio de Cultura y Deporte reconoció en septiembre del año pasado con el Premio Nacional de Teatro 2023, precisamente, «por su recuperación del patrimonio teatral español». La trayectoria de su equipo —que va reponiéndose con su trabajo riguroso de la ausencia de su directora musical Alicia Lázaro— acredita esta vocación de lectura e interpretación de nuestra literatura dramática antigua, y ha dejado estupendas huellas de su paso por el festival cacereño, si no estoy equivocado, desde 2008, con el Misterio del Cristo de los Gascones, y luego, con las Farsas y églogas de Lucas Fernández en 2012, la Comedia Aquilana de Torres Naharro en 2018, Nise, la tragedia de Inés de Castro o la Numancia de Cervantes en la edición número XXXIII de nuestro festival. Aunque creo que la primera presencia de Ana Zamora como directora de escena y autora de versión fue en el XVII Festival de 2006 con la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente, que trajo a Cáceres la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El castillo de Lindabridis, quizá de 1661, es una comedia caballeresca, un género no muy bien considerado en el conjunto de la producción de Calderón, lo cual ha podido ser un acicate, un reto para Nao d'amores que, además, se ha fijado en un texto del XVII —eso sí, que remite a la novela de caballerías del quinientos— más alejado de su acostumbrado trato con el teatro prebarroco. Otro de los alicientes que para esta compañía ha debido ofrecer esta obra calderoniana es la presencia esencial de la música, inseparable de las propuestas escénicas de Nao d'amores, y, en este caso, uno de los atractivos del montaje que vimos la noche del domingo 16 en la Plaza de San Jorge. Más específico y destacado es el rescate de una tonadilla napolitana anónima del siglo XVII «Si li femmene purtassero la spada» («Si las mujeres portasen la espada»), que abre y cierra la función, y subraya el papel de unas mujeres que deciden sobre su destino; pero el contexto armónico no solo embellece sino que subraya los significados con la misma maestría y buen hacer que cabe atribuir a tantos recursos que convergen en la dinámica acción dramática. Uno de ellos es el uso de la escenografía, elaborada y compleja, movible como el castillo-palacio de Lindabridis —«pájaro del mar y pez del viento»—, descompuesta en piezas que encajan entre ellas y que enmarcan el espacio creando la sensación de que nos encontramos ante un teatro de títeres —el juego de las apariciones del Rey o de determinados movimientos de los actores—, acentuada por la disposición en el escenario de bancos laterales ocupados parcialmente por el público. Y realzado todo, diría yo, por el recogido espacio de una Plaza de San Jorge idónea para estas intenciones, a pesar de que sigue teniendo el problema de los ruidos incívicos que vienen de la Cuesta del Marqués y que tanto molestan al público situado en lo más alto de la grada. La plasticidad de otros recursos potencia el componente imaginativo, poético y fantástico de la obra, como ocurre con la recreación del hipogrifo o animal parecido que componen todos los actores del elenco en sugerente síntesis metateatral. En ella están fundidos los cinco ejecutantes, los actores que se reparten los papeles de Rosicler, Floriseo, Febo, Meridián, el Rey, el Fauno o Malandrín, que son Mikel Aróstegui, Miguel Ángel Amor y Alejandro Pau, muy solventes los tres, aunque el último con mayor y feliz notoriedad en el papel del gracioso muy particular de Malandrín que también hace de narrador distanciado que implica en ocasiones al espectador; y las dos mujeres, Inés González como Lindabridis, y una portentosa Paula Iwasaki como Claridiana a la que cabe adjudicar buena parte de la aprobación y el aplauso que mereció este montaje de Nao d'amores que ha vuelto a elevar el nivel de calidad del Festival de Teatro Clásico de Cáceres. Gracias.
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