domingo, 31 de marzo de 2024

Más que medir

Este libro de Pedro Álvarez de Miranda, Medir las palabras (Madrid, Espasa. Editorial Planeta, 2024), tiene su precedente, del mismo autor, en Más que palabras (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016), que llevó un prólogo de Manuel Seco. El juego con sus títulos desgrana el objeto en el que coinciden: las palabras. Ambos reúnen breves ensayos sobre asuntos lingüísticos que han ido viendo la luz en diferentes medios. El libro de 2016 se formó en su mayoría con artículos publicados en la revista Rinconete del Centro Virtual Cervantes; ahora, este de 2024 continúa aquella serie en su sección central, «Rincones de la lengua», con otros rinconetes desde junio de 2015 hasta el titulado «Del libro de faltriquera al libro de bolsillo» (págs. 289-297), que apareció en dos fechas, 27 de abril y 27 de julio de 2023. La primera parte es «Medir las palabras», que fue el título de su sección en el semanario cultural La Lectura en el que Pedro Álvarez de Miranda estuvo colaborando cada quince días desde enero de 2022; y ahí van todas sus entregas hasta julio de 2023. Por último, «Varia» cierra el volumen con diecinueve artículos provenientes de otras publicaciones, periódicos como El País, El Mundo o ABC —en la sección «La mirada académica» de su suplemento ABC Cultural—, y revistas como Archiletras o Letras Libres. Reunidos todos en este volumen regalan una experiencia de lectura tan deleitable como la más amena de las novelas y tan útil como el más actualizado y preciso de los manuales. Sí, con un libro sobre palabras, un surtido variado de reflexiones con afán divulgativo, sin perder ni una pizca de rigor, en torno a la lengua española y su uso. Un libro escrito por el profesor —catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid—, el académico de la RAE —sillón «Q»— y el investigador dieciochista, pues los tres, como poco, se ven en el modo de acercarse y medir las palabras que elige para ilustrarnos. Así, cuando explica la diferencia entre diptongo e hiato (pág. 68), o entre nombres ambiguos y epicenos (pág. 89) para hablar de «Cobaya», estamos ante el profesor, ante el buen profesor que escribe en «Se veía venir» (pág. 333) sobre incorrecciones ortográficas, o que se detiene en aclarar que lo diastrático se refiere a la distribución sociocultural de los hablantes y lo diatópico a la geográfica (pág. 119, de «Seseo y ceceo»), siempre con «paciente pedagogismo» (pág. 195), que se agradece, como al iniciar su artículo «La verdad es que...» con esta explicación de sabio profesor que sabe echar mano de ejemplos idóneos: «Se llaman expletivos en gramática los elementos que, sin ser necesarios en el mensaje, sí le aportan cierta expresividad o énfasis. Cuando digo Por poco me caigo y cuando digo Por poco no me caigo estoy diciendo lo mismo, de modo que el no de la segunda frase es un claro ejemplo de 'negación expletiva'» (pág. 26). El activo y comprometido académico está de principio a fin en este libro, mostrando una actitud tolerante admirable que insisto en ponderar recordando el titular de una entrevista que se publicó en El País, hace más de diez años, cuando fue elegido miembro de número: «El error de hoy puede ser norma de mañana». En otra entrevista, espléndida, que le hizo Yolanda Gándara en 2016 para Jot Down, fue terminante: «Para los que somos profesores de lengua hay una palabra que en nuestras clases no empleamos nunca, que es la palabra «correcto». Esa palabra para un lingüista no tiene mucho sentido.» Su pensamiento como académico se advierte en «Purismo, misoneísmo» (pág. 311) y, de otro modo, en «Casi dos kilos por una palabra» (pág. 163); y muy palmariamente cuando constata que las lenguas «se van internacionalizando, también la nuestra, y no solo no debemos lamentarlo, sino más bien lo contrario» (pág. 110), o cuando se defiende ante una corrección inconveniente, pero reconoce que «el numantinismo tiene sus límites, y el hablante es un ser en sociedad» (pág. 146). Ese académico que ingresó con un discurso sobre los discursos académicos nos ofrece una nótula erudita que apostilla su brillantez en «Una rareza» (pág. 309); el académico que, a propósito de una «explicación de voto» en una sesión de trabajo en la RAE, sostiene que en la gramática el asamblearismo está fuera de lugar (pág. 322). Y también en Medir las palabras está el prestigioso estudioso dieciochista, que echa mano de autores y obras de la época ilustrada para contar sucintamente la vida de la palabra francesa poissarde (pág. 151); o que en «Gandumbas» (págs. 156-162) hace alusiones pertinentes a Leandro Fernández de Moratín y a sus contemporáneos, y nos invita a dar un paseo delicioso —y muy al día— por nuestra historia literaria hasta el siglo XX; o en «Vacuna» (pág. 355)... ¿Quién fue el inventor de la palabra quirófano? (pág. 96), ¿es mejor escribir adónde o a dónde? (págs. 278-281), ¿acepta la Academia iros en lugar de idos? (pág. 322-325) son algunas preguntas, entre muchas, que se responden con la lectura de este libro lleno de amenidad y de rigor, a lo que hay que sumar el mérito de hacerlo con una disciplinada brevedad que, tal en el caso del artículo de un diccionario, conlleva «sus buenos ratos de pesquisas» (pág. 12). Más que medir las palabras. Mucho más.

martes, 12 de marzo de 2024

La cola de la lagartija

Este pasado jueves llevé a clase de Hispanoamericana mi ejemplar de En agosto nos vemos (Penguin Random House Grupo Editorial, 2024), la novela póstuma de Gabriel García Márquez que se lanzó el miércoles a todos los medios y que ha ocupado mucho espacio en la prensa estos días. Me apetecía compartir un acontecimiento editorial así, relacionado con un protagonista tan notable del contexto cultural que nos atañe en clase, aunque en este curso no haya ninguna obra suya programada. Todavía no había leído la novela; pero sí el «Prólogo» que firman los hijos del escritor, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, en el que justifican lo que llaman «un acto de traición» al padre que había dicho: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo»; y también la nota del editor, Cristóbal Pera, sobre algunas circunstancias antetextuales. Pero lo que más me interesó compartir, aparte la novedad, fue la posibilidad de una propuesta para un trabajo de fin de estudios sobre esa vida póstuma de algunas obras literarias; abrir una vía, no tanto de investigación, sino de elaboración de un estado de los estudios —para un trabajo de fin de grado— sobre los problemas de carácter filológico que se dan cuando en lo que leemos no consta la última voluntad definitiva del autor. Anoté para la clase algunos casos, como el de Lagartija sin cola (2007), de José Donoso, cuyo texto fue establecido por el crítico Julio Ortega a partir del original descubierto por la familia del escritor; o el de la obra diarística póstuma de Alejandra Pizarnik y el estado de los diversos escritos hoy conservados en la Universidad de Princeton. Me acordé de la posteridad de Ricardo Piglia y de su taller secreto —al que Tinta libre dedicó unas provechosas páginas de su primer número de este año 2024—, y de la novela póstuma Aquiles o el guerrillero y el asesino (2016) de Carlos Fuentes. A Roberto Bolaño sí lo tenemos en el programa del curso —Estrella distante— y su caso sigue siendo notorio, no solo por el abultado corpus de su obra póstuma desde su muerte en 2003, sino por la pura gestión de su memoria. Hace unas pocas semanas, en su columna de El Cultural, Ignacio Echevarría se lamentaba («Páginas en blanco», 2 de febrero de 2024, pág. 32), de que en algunas recientes antologías de la poesía chilena y mexicana la publicación de los poemas de Bolaño había sido vetada por la «dura custodia que la agencia y la heredera de Roberto Bolaño ejercen sobre su obra», según se puede leer en la explicación de Rubén Medina, el editor de una de esas publicaciones, Perros habitados por las voces del desierto (México, Aldus, 2014), que recoge la obra de diecinueve poetas infrarrealistas. Rastrear estos y otros casos de la literatura iberoamericana y comprobar el eco crítico que han tenido, sin entrar en los turbios y desagradables pormenores del círculo de los herederos legales —más legales que literarios— de un autor, podría ser un modo atractivo de iniciarse en una investigación y un análisis básicos en la culminación de los estudios de grado o de máster. Como el título de Donoso que dicen que descartaron para la novela de 2007, la cola de la lagartija sigue moviéndose separada del cuerpo, como las obras póstumas por manos distintas a las de quienes las escribieron. La publicación de En agosto nos vemos me llevó a pensar esto en voz alta en la clase del jueves, y hubo cierto interés. Ahora, leída ya la novela, y aunque sea difícil abstraerse de otras motivaciones del lanzamiento editorial, creo que su publicación es un regalo, pequeñito, mera muestra de lo que podría haber sido otra cosa, pero suficientemente evocador —y añorante— del grandioso narrador García Márquez, lo justo para reencontrarse —aunque sea con la levedad de lo breve— con un modo reconocible de presentación de los personajes en el tablero amoroso tan del gusto del colombiano, con puntadas de su inventiva, de su humorismo, y la habilidad en el uso de lazos narrativos como el del billete de veinte dólares lleno de carga argumental capítulos antes, a su debida y calculada distancia, en la propina que la protagonista da a un peluquero, advirtiéndole feliz: «Úselos bien […]: Son de carne y hueso» (pág. 56). Es poco, un sorbo solo para probar; pero suficiente para no sentirse ufanamente defraudado después de tanto ruido.

viernes, 8 de marzo de 2024

Elena Garro desde España

Tuve la satisfacción el curso pasado de tener a Adriana Sánchez Vaquero (Zafra, 2001) como alumna en su Trabajo de Fin de Grado sobre «La novela hispanoamericana en el siglo XXI: la presencia de Elena Garro en España», que recibió la máxima calificación y este enero un accésit en la IV Edición de Premios al Mejor Trabajo de Fin de Estudios en materia de Igualdad de Género de la Universidad de Extremadura. Hoy me ha remitido el enlace a su artículo «Homenaje a Elena Garro en el 8-M. Cruce de caminos con la escritora mexicana», que me anunció que estaba escribiendo, publicado en la revista mexicana Replicante con motivo del Día Internacional de la Mujer. Merece la pena leer a esta joven filóloga y cómo transmite su entusiasmo, gracias a su trabajo académico, por haber conocido la obra de una gran autora como Elena Garro y personalmente a su estudiosa Patricia Rosas Lopátegui, presentes ambas en lo que fue el punto de partida de su estudio: la publicación en Extremadura en 2018 de la obra poética de Elena Garro, Cristales de tiempo, en edición de Patricia Rosas, en la editorial La Moderna, que dirigen Lidia Gómez y David Matías, otro antiguo alumno sobresaliente.